No estoy seguro de poder contarlo

No estoy seguro de poder contarlo
No estoy seguro de poder contarlo. Podría quedar como uno más de los tantos secretos que guardamos, esos que nos llevamos a la tumba.
No imaginé hacerlo. Después, ahora, siento que cada crimen que se comete nos condena, por acción u omisión. Nada nos es indiferente. Como humanos participamos de cada gesto infame o glorioso, como partícula del todo, no podemos escudarnos en el yo no fui.
Este razonamiento me impulsa a abrir la boca y confesar mi crimen. Aclaro desde el comienzo que no maté a un ser humano y, para ser sincero, aún no lo he hecho aunque no pueda afirmar que llegado la hora, no pueda hacerlo. De qué materia estoy hecho para que no me quepan las generales de la ley.
Se habían desmadrado. No era su culpa, tal vez su instinto, una descendencia descontrolada de una perrita abandonada que siguió una mañana a mi mujer hasta el colegio donde trabajaba. Entró con ella; la cobijaron en la dirección y por la tarde, en una caja, me la entregó, para que fuera la guardiana de nuestra casa en el campo. Bartola le pusimos, nada original, como todos los nombres, por su andar sin rumbo y por caer justo a un establecimiento escolar con el nombre de Bartolomé Mitre.
Y la Bartola fue mimada, alimentada. Era el juguete de los nietos y se hizo dueña del lugar. Adolescente era cuando el perro viejo de la Estancia La Sofía, un perro de alcurnia, con un ojo torcido, una pata enclenque y casi sin dientes, la preñó. Claro, en la soledad del campo los simples encuentran compañía. Era dispar la pareja. Él grande, de raza, ya despreciado en la estancia por inútil y viejo. Ella, todo movimiento, todo juego. El se aquerenció. Animal de raza, vigilante, agradecido, daba su calidad de guardián y sus afectuosos recibimientos. Se quedó a vivir con la Bartola. Nuestra presencia esporádica la llevó a parir en la Estancia. En una cueva de peludos, junto a un galpón, tuvo sus cinco crías. Desde la estancia nos llamaron para hacernos cargo de la descendencia. Y aquí vinieron. Y los niños les pusieron nombres y fue un alboroto de juegos y festejos. Cinco ellos más sus progenitores atrajeron a un brioso y joven perro de la Estancia, que se escapó (allí todos andan con su cadena al cuello) y se sumó a la jauría. Ocho perros custodiaban la casa. No había alimento que alcanzará.
Por razones ajenas a ellos dejamos de venir, pero ellos tenían su alimento en los cerdos muertos que un criadero cercano arroja en las vías, a espaldas de la casa. Poco a poco se hicieron cimarrones. En nuestras esporádicas visitas los teníamos alrededor, como una gran familia de custodios, cada cual identificado, leales, alborotados, excursionando por el campo a su antojo.
La primera señal fue cuando trituraron al casal escogido para iniciar el gallinero. Duraron una tarde. Los reproches cayeron sobre la ingenuidad y el descuido. Confieso que fue uno de los dolores más profundos de un tiempo a esa parte. No hubo ni por asomo ninguna agresión hacia nosotros, hacia los niños. Eran seres libres dueños del lugar, agradecidos y vigilantes. Bastaba con llegar para recibir sus muestras de cariño.
Fue una conjunción de juventud y viejos zorros. Apropiados del lugar, con comida asegurada, recobraron lentamente su condición salvaje, su libertad sin límites.
La segunda señal fue al aparecer el cuerpo de la perrita lanuda, junto a los silos bolsas, destrozado a dentelladas. Un alerta, que se esfumó sin mayores averiguaciones.
Hasta que se metieron con los intereses de los usufructuarios de la tierra. Tomaron por asalto los silos bolsa de la soja y era una jauría de niños arañando el poroto y descuartizando los rindes del glifosato.
Advertidos, no alcanzaban los apósitos para restañar las heridas. Era curar y volver a curar. Era tratar de disimular las afrentas y como si se tratara de un juego provocado, día a día nuevos tajos dañaban los gusanos blancos, en su lomo, por los costados, sangrando un pan amarillento que pronto se hizo irrespirable. Las lluvias postreras del verano terminaron por definir el desastre. Hasta que los ojos dueños de la siembra, los pool diseminados por la geografía patria, se enteraron. Había que borrar las huellas del delito. La espada del poder amenazó el cuello del arrendador. La culpa era de los moradores, con ese afán idílico de rescatar la bucolía y trazar un vergel en medio del despojo. Había que culpar a perros salvajes, a pájaros de picos y patas afiladas, había que calmar a las fieras. El daño podía ser irreparable. Los porotos se iban pudriendo en su funda protectora.
Y entonces vino la cacería. Llegó el camión y la carabina. Con Rober, el firmante del arrendamiento, cargamos a Bartola y el perro viejo en la caja del camión, para ser trasladados y arrojados a más de cuarenta kilómetros del campo. Poco antes visitamos al encargado de la estancia. Vino en su cuatro por cuatro, atrapó al joven brioso, lo amarró con cuerdas y cadenas en la caja de la camioneta. Vi en sus ojos la decisión del tiro en la cabeza a la vera del arroyo, sin un dejo de duda. Los cuatro que quedaban presintieron el exterminio. El Ñato salió con la carabina a perseguirlos. Se escucharon varios disparos que solo lograron espantar a loros y palomas.
Quedan cuatro dijo. Y depositó el arma en mis manos. Luego, sacó del bolsillo otro cargador lleno y sobre la mesa de mármol sobre la que escribo, puso una caja de balas. Me enseñó los rudimentos básicos del disparo, subió al camión y quedé a cargo del resto del trabajo.
El resto de la tarde lo pasé barriendo las señales de los perros alrededor de la casa. Pala y escoba fueron juntando los excrementos, los huesos de las osamentas de los chanchos, hasta hacer desaparecer todo vestigio de presencia perruna.
Esa noche escuché ladridos, como lejanos, como doloridos.
Estaba solo. Solo tenía que afrontar la misión. Eran cuatro.
La mañana de fines de marzo se presentó espléndida. Apenas una brisa, el canto de los pájaros, el murmullo de la ruta a lo lejos. Preparé el mate, recorrí la huerta y un impulso ingobernable hizo que tomara la carabina. Es tu misión, oía. Puse el cargador, coloqué un tarro sobre un poste, regulé la mira telescópica y las líneas marcaron el corazón de la lata y la perforé. El disparo trisó la mañana. Y me senté a esperar. A poco nomás, apareció uno de los cachorros, grande como el padre, con el pelaje de Bartola. Diré que era la bautizada con el nombre de una de mis nietas. Se quedó ahí, frente a la casa, cerca del lavadero, a metros de donde yo estaba. La puerta abierta de la cocina me daba un ángulo certero. Dejé el mate, busqué la carabina, puse el cargador, accioné y la mira telescópica me devolvió los ojos de la perra. Ahí entre la cruz, los ojos me miraban mansos, amistosos. El dedo índice de mi mano derecha se cerró y el estampido sonó cuando una masa cárnea se desplomaba en la tierra, sin un quejido, sin más movimiento. Dejé la carabina sobre la mesa, salí y una mancha roja se abría en el verde. Tomé el animal por sus patas traseras, crucé el campo y lo deposité en las vías. Quien comete el primer crimen, luego le da lo mismo. Cuando apareció el segundo, el disparo fue más distante. Lo herí en una pierna y fue a refugiarse en la parva de yuyos y escombros. Ahí lo fui a buscar y lo rematé a quemarropa.
Los otros dos sobrevivientes no se acercaron por el resto del día.
Andan aún, errabundos por el campo.
Suelen despertar mis mañanas con el canto de los pájaros. Me ven y disparan. Devolví la carabina. El pool de siembra no tiene razones para reclamar.
Ahora una gata, castrada, me espera cuando llego. Comparte los restos de comida, como ahora. Ella es la dueña silenciosa del lugar. No tiene la profusión de afectos como Bartola y sus crías. Duerme en mi cama y me reprocha sus temores.
Por la noche, aullidos de perros la atemorizan.



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