Mi tarea es escribir. Todos
los días, aunque no me cepille los dientes o no haga la gimnasia
necesaria. Escribir, armar frases con palabras, intentar que tomen
vuelo, si no poético, al menos legible, un vuelo que se pueda
acompañar con la mirada, que sin querer muestre un paisaje distinto,
conocido pero visto desde otros ojos, o desde otra altura. De alguna
manera el escritor es un lazarillo, un cicerone, un acompañante
terapéutico. Cuántas cosas son los escritores: médicos,
psicólogos, maestros, gurúes, embaucadores, ensoñadores,
mentirosos, estafadores, magos, sacudidores de las modorras de la
vida, son esos que vienen y te pegan una trompada en la cara y le
tenés que agradecer, claro, viene el otro y te adormece, y también
es para hacerle un señalamiento de aprobación. Escribir todos los
días, las pavadas que se nos ocurran, y si no se sabe qué escribir
repetirse como loro una consigna, la papa pepe, la pepa, papa, y
darle sin asco hasta que el sonido de las teclas, o el roce de la
palma en el papel sean los únicos sonidos existentes, nada más, es
como una música que actúa como combustible en cualquier motor, no
puede pararse hasta que se agote si es que se agota porque hay
algunos que creen en el movimiento eterno del péndulo, pero es eso,
un equilibrio inestable que un soplo, un timbrazo en el oído, un
dolor que aparece, ese ladrido ensordecedor y nos vamos a la mierda,
tal vez sea eso lo que quiso decirnos Ramos cuando llevó al papel
ese paisaje que lo estaba atrapando y nada, eran palabras sin
carnaduras, palabras que ni por asomo podían representar lo que
estaba viviendo, la emoción que le estaba causando y no siempre es
posible volcarlo en palabras, hasta que el olor de algo vino a cerrar
el texto: las castañas asadas, riquísimas, vale más que todo lo
que se pueda armar de lujurioso con palabras, y esa frase nacida de
una boca analfabeta, o sea, una patada en el orto a las cátedras de
filología, lingüística y gramática comparada.
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