Aballay, el jinete de la culpa



ABALLAY, EL JINETE DE LA CULPA*

 

 

Por Rubén Padula

 

Me hubiera gustado conocer Antonio di Benedetto. Pude haber compartido la prisión. En el periodo de su encierro, yo estaba en Sierra Chica. Cuando llego a La Plata, él ya estaba en el exilio. Naturalmente, supe de él en los corrillos carceleros, por aquí anduvo un tal Di Benedetto, escritor, mendocino, que nos doblaba en edad a la media subversiva. Referirnos a Aballay requiere necesariamente recorrer su entera producción en su diversidad de registros. Se lo señalará como ecléctico, inclasificable, tal vez por eso brille con luz propia. Un escritor difícil, raro, estilizante. Pero hablar de Antonio di Benedetto es hablar de Diego de Zama, de los personajes de El Silenciero, Los suicidas, del Juicio de Dios, de Emanuel, el personaje de Sombras nada más, de Aballay. Es hablar de la escritura como pulsión irrefrenable, como camino para expurgar sus fantasmas. Cada tema es una obsesión del escritor; claro, no es pura confesión, un vómito, un llanto. Con precisión quirúrgica, con armonía musical, como un orfebre de la palabra, escribe. A la hora adecuada, con el registro de voz que requiere la historia, con el lenguaje que exige el momento, con la forma que reclama el tema. Antonio di Benedetto nace en Mendoza, el 2 de noviembre de 1922. Director del diario Los Andes hasta su detención en marzo de 1976, obligado al exilio en diciembre de 1977, regresa a Argentina en 1985 y muere el 10 de octubre de 1986. Respecto al día de su nacimiento dirá: “Esa nominación religiosa que corresponde al Día de los Muertos me ha acompañado con una fidelidad absoluta. De modo que me crea dudas a menudo sobre mi existencia. Soy argentino pero no he nacido en Buenos Aires. Nací el día de los muertos del año 22. Música para mí, la de Bach y la de Beethoven. Y el Cante jondo. Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Prefiero el silencio”. Casi toda su vida transcurrió en Mendoza y allí escribió la mayoría de su obra. Rehuyó de las luminarias de la literatura ni quiso figurar ni escribir con la temática o formas de la moda. Siempre desde lejos, y desde adentro. No encaja con comodidad dentro de las corrientes estéticas o modos narrativos y se sugiere que su literatura es experimental. El procedimiento narrativo en sus primeros relatos como “El abandono y la pasividad” o “Declinación y Angel” lo colocan como un precursor del objetivismo y relacionado con los modos narrativos del cine. Por sus tres novelas principales –Zama (1956), El silenciero (1974) y Los suicidas (1979)– se lo acerca a la narrativa existencialista de Sartre en La náusea y al Camus de El extranjero. Y por aquí, se lo relaciona con Arlt y con Borges como un puente entre ambos. Aballay fue escrito, o al menos pensado, entre las paredes y las rejas de una cárcel. Por su extensión, veinte páginas, podría considerarse una nouvelle, pero está organizado en pequeñas piezas narrativas, con episodios o diálogos de tal intensidad que se leen de manera independiente. Un narrador externo, que todo lo sabe, presencia los acontecimientos y nos lo cuenta primero en el presente del personaje; a partir de un momento comienza a contarnos en pasado y concluye en presente. El tono de la narración se hermana con la geografía humana y se incorpora al paisaje: La soledad de la tierra, su aridez, su zoología, la simpleza de su gente, el respeto por lo sagrado, las fiestas religiosas, las carretas, Los juegos de bochas, la taba, los quehaceres humanos y maneras de sobrevivir. El ritmo de la prosa se acompasa con sus avatares risueños, dramáticos, existenciales del personaje: los cambios de caballos, la búsqueda de la soledad, los sueños o delirios, los encuentros. La morosidad del relato, con el sinnúmero de situaciones que va afrontando el personaje, nos trae ecos de otros textos por similitud o por contraposición: Ulises, Sísifo, el Quijote, Martín Fierro, Juan Moreira, por nombrar algunos, reverberan sus conflictos, valores y significaciones. La historia se ubica en un tiempo de dominio sobre los indios, ya diezmados o domesticados, con algunos metidos aún en la profundidad de la pampa, como rémoras de lo antiguo. El narrador da cuenta de ello: “Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más solitaria, y rumbear al sur, hasta confines odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco”. Podríamos abordar a Aballay desde distintas miradas: Una historia risueña, con originalidad: un hombre decide continuar su vida arriba de un caballo a modo de penitencia. Otra historia implícita: Un hombre comete un crimen. Solo los ojos de un niño son testigos del mismo y lo perseguirán hasta que finalmente llegue la inexorable venganza. La más compleja. Un hombre busca superar su infame condición de asesino (o de cualquier maldad intrínseca al hombre) y en lugar de recluirse, o suicidarse (al suicida se le vuelve intolerable la humillación), o perdonarse, o confesarse, toma distancia del lugar del mal: la tierra. Será sometido a tentaciones y conflictos de los que se las ingeniará para no traicionar su decisión. Lo inédito de la penitencia no la hace menos creíble. A veces los sueños lo vuelcan a la tierra, no se da tregua, no se disculpa nada, es un desafío y no se justifica. Si busca un parejero no es por él, sino por el sufrimiento del caballo. Adquiere, sin quererlo, sin pretenderlo, un aura de santidad. Los ojos, o Dios, lo persiguen, lo vigilan, no se permite dejarse morir ni usufructuar ningún beneficio que haga más llevadera su calvario. Aballay es un conjuro del escritor, no es un mero juego de palabras, una invención feliz, una ficción, sino una referencia a la vida de su creador. En los primeros párrafos, con maestría, nos presenta a los personajes y su entorno. En una capilla, en una zona de vegetación raquítica, Aballay asiste por la tarde a un sermón del cura durante las fiestas de la Virgen, en la novena. La capilla, aislada de toda construcción o vivienda se abre solo para esa ocasión. Viene el cura de la ciudad y se realizan casamientos, bautismos, confesiones. Durante el día, hay misas y procesiones. Por la noche, los fogones, con mate, carlón, guitarra y costillares asados. Aballay es un extraño más que se está probando entre la gente, un gaucho errante, solitario y alerta. No por nada ha contado cuatro milicos entre el gentío, sutil manera de presentar a un perseguido. En el sermón del cura hay una palabra que desconcierta a Aballay, no ha entendido del todo. Es sobre los santos montados en columnas que le ha provocado inquietud y preguntas, y buscará aclararse requiriéndole al cura cuando dé la ocasión, probablemente por la noche, en el fogón. Sin mediar rodeos, el narrador nos ha metido en la historia. En quince renglones nos pone las cartas sobre la mesa. Aballay ha matado. Aballay “se desgracia”. Al igual Fierro y Moreira, es un gaucho desplazado a partir de un asesinato. Nada se sabe de las razones que llevaron a dicha muerte, y de la manera en que fue llevada a cabo: “Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar al padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol”. Sabe que el pago por su crimen será una justicia impiadosa, que en la tierra no encontrará la redención. Tampoco sabemos del derrotero de este hombre tras la muerte. Hay un tiempo impreciso, el suficiente para dejar de huir y probarse. No es la injusticia del estado o la sociedad quien lo persigue; es la provocada por sus propios actos. Se entremezcla con los fieles que han llegado desde rincones remotos a la novena. Aballay no pretende confesión, ni perdón. Esos penitentes de los que hablaba el cura, esos estilitas que en el mundo antiguo quedaban en columnas para acercarse al cielo y despegarse de la tierra, porque en ella habían pecado, es el dato revelador.

 

Un hombre, un gaucho perseguido por la culpa vaga errante sin bajarse nunca del caballo y así expiar el mal cometido hasta que llega el momento en que debe afrontar el castigo, la justicia superior y ajena a las leyes de los hombres. Esta es la sencilla historia que narra con maestría Antonio di Benedetto.

 

Quiere saber, modos, tiempos, alimentos, necesidades, razones, motivos. Quiere detalles, preguntas minuciosas que sorprenden y alertan al cura. Aballay se informa y toma la firme decisión de separarse de la tierra, porque ahí mató. Incapaz de vivir con la culpa, optará por una vida de expiación, se autoimpone una pena a través de un plano místico-religioso. Separarse de la tierra que contamina al hombre, el alejarse de todos los placeres, tentaciones terrenales, incluso los de la mera subsistencia. Separarse, física y espiritualmente, en un continuo despojo de todo lo material y humano como única forma de penitencia, de purificación y sentido. Aquí vemos cómo un hecho ligado a lo místico, ocurrido cientos de años atrás, se combina en el ambiente y el pensamiento de un gaucho y borra el enclave temporal y espacial del cuento. El personaje se ubica en el tiempo de los estilitas. El autor en el del personaje, en una dimensión temporal imprecisa, en la pampa, y nos trae hasta hoy, los errantes y penitentes modernos. Aballay imitará la voluntad de aquellos antiguos, aunque el contexto no sea el mismo. Se apropiará del método adaptado a sus circunstancias geográficas y a su hábito de hombre a caballo. No hay pilotes ni columnas para ser un estilita hecho y derecho. En la llanura extensa no encontrará esa atalaya para redimir su culpa. Solo ha visto alguna vez el pórtico de una iglesia. Él no puede quedarse quieto con su remordimiento. Tiene que andar. Andar y alejarse de la tierra, fuente del mal. Tempranito, a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán”. Le palmea el cuello y consulta: “¿Me aguantarás?”. Supone que su compañero acepta y, “Mirá que no es por un día... Es por siempre”. Lo primero fue el ayuno, da pureza a la sangre, se dice. Y vino el hambre y el temor a sucumbir en sus intenciones pero resiste arriba de su caballo. Un rancho y el bocado que a nadie se le niega ¿Y mañana? El relato del cura le alcanza respuestas. Tiene experiencia de dormir montado, pero advierte la segura muerte del animal si no le da resuello y consigue un parejero con quien descansarlo. Diestro en su cabalgadura, bebe sin desmontar el agua de los arroyos. Con argucias e ingenio se procura la comida en un suelo raquítico de frutas o animales de caza. Atrapa un pájaro entre el ramaje y al verlo desesperado entre sus dedos, lo libera. Cuenta con su rastra con monedas incrustadas, para proveerse cuando dé la ocasión. Pasa el tiempo, las estaciones, encuentros en boliches, con indios, con carretas, con policías, todos resueltos sin faltar en un ápice a su promesa de no descender de su caballo. Solo una vez cuando dormido, truenos y relámpagos inquietan al animal y queda en tierra, empapado. Mira al cielo como pidiendo disculpas, ofreciendo su no intención de haberlo hecho a propósito. Aballay mantiene un encuentro con indios, quienes se alertan por la conducta del gaucho de rechazar el pescado que le ofrecen, por la sal que les comparte sin que ellos le pidan y por rehusarse a bajar del caballo para comer. Lo aceptan con naturalidad y determinan que no es que no quiera sino que no puede bajarse, es un hombre caballo, un centauro. Al sentirse enfermo, castigado por las inclemencias del tiempo y ver sus fuerzas debilitadas, recurre a la contemplación como necesidad a través de la oración. En sueños, se ve junto a otros empilados con pájaros que le picotean los ojos y le anidan la cabeza. Muerto de miedo a caer, despierta, ordena a su caballo que se quede quieto. Metido en sus sueños, pelea con otro estilita más viejo, ofreciéndose una silenciosa disputa de siglos por ver quien resiste más, quien traiciona, y lo lleva a verse muerto en simultáneo. Cuando se traslada en un carretón, con más culpa por haber alivianado su carga, resuelve dejar las comodidades desprendiéndose de los últimos valores materiales que posee. Ese cumplimiento de la penitencia lo lleva a ser mejor hombre, a ser agradecido, a impedirse tomar nada que le fuera ajeno, a evitar todo tipo de altercado, a dejar de responder a cualquier ofensa, a no permitirse alivios que atemperen su castigo. Vemos, aquí, la inquebrantable decisión de un hombre de cumplir con su propósito, no dejándose seducir por comodidades, sacrificios, inclemencias. En una pulpería se niega a desmontar para buscar unas monedas que ha ganado en un juego de taba que le son arrojadas con desprecio bajo las patas de su caballo. No puede bajar y las deja. “Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fácil de descifrar y que tendría relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas”. Una mala interpretación que luego corre de boca en boca y se divulga por el pueblo se lo cubre con un aura sobrehumana, al punto de atribuirle capacidades milagrosas. Desde ahí comienza a tejerse la fama de este hombre, blanco de burlas, sorpresas y asombros. Pasan las estaciones y la leyenda adquiere dimensión épica, milagrosa, natural. Su fama se ha extendido. Aballay, ya no es un hombre más, su acción lo ha marcado. Ha perdido la inocencia: debe una muerte. El crimen hace que se separe de la sociedad, y por lo tanto lo hace diferente. Al volver con la gente, vuelve a ser un diferente porque lo asocian con la santidad, con Dios. Nadie se pregunta qué arrastra ese hombre. Nadie pregunta sobre el porqué de esa decisión. Es aceptada naturalmente. Hasta el comisario tiene una actitud de respeto por el personaje. Y el mismo gurí acatará las condiciones del desafío. En la amplia comarca de Cuyo un hombre que ha cometido un crimen se convierte en una figura de admiración. De a poco él se entera aunque no le provoca alteración. Ni lo oculta ni su ufana o lo aprovecha. Aballay se adapta a un personaje creado por la imaginación popular. Solo él sabe la cruz que lleva. Solo él sabe de esos ojos que lo perseguirán hasta el fin de los días. El relato nos apura, queremos saber hasta dónde resistirá, cual será su final. Pero inexorablemente la historia deberá cerrarse con el encuentro con el dueño de esos ojos que lo han perseguido y que ya, puestos en un mozo hecho y derecho, viene a vengar la muerte. El duelo será a caballo, así lo afronta el joven, respetuoso de la decisión del errante. El duelo entre el facón y una simple caña es significativo del cambio, de la ascensión del culpable hacia la expiación. Su cuchillo y el facón convierten en una temeridad a una simple caña, capaz de romper la boca del muchacho. Gana la pericia del hombre y, herido el joven, Aballay pide permiso al cielo para bajar del caballo y ayudarlo. La única transgresión a su penitencia es por un acto de humanidad, bajar a tierra para encontrar la muerte en un descuido de sí. Será desde la tierra, en la tierra que le sobrevendrá la muerte y la acepta con una sonrisa en sus labios. Uno sabe que se ha quedado a mitad de camino. Que tiene entre manos un texto que supera el mero placer entretenedor de la lectura para colocarnos en la necesaria reflexión. No es ni ha sido mi intención ocuparme del análisis literario. Volver sobre un texto, sobre un único texto, en fin, sobre una obra de arte, es encontrar respuestas, argumentos y contra respuestas, entrar a dialogar con la vida, con los valores, en un cuento de nunca acabar. Di Benedetto nos narra a nosotros, a los hombres de América, al hombre universal. La errancia de Aballay es nuestra propia errancia buscando las respuestas para que, como él, podamos irnos con una sonrisa en los labios.

 

 

*Este es el texto resumido de la conferencia sobre “Aballay”, de Antonio di Benedetto, que el poeta Rubén Padula ofreció dentro del ciclo literario 10X10, organizado por el Área de Literatura y Pensamiento, de la Agencia Córdoba Cultura, delegación Río Cuarto.

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