Cartas desde Sierra Chica

Luego de recibir noticias de mi familia tras siete meses de aislamiento total en la Penitenciaria de Córdoba.

           Sierra Chica, miércoles 3 de noviembre de 1976

Siete meses sin verlos, que en las condiciones de Córdoba fueron años, una eternidad. Deben imaginarse cuánto hubiera querido tener una noticia de ustedes; el cariño por los seres queridos crecía a medida que crecía la incertidumbre, el sufrimiento. Siete meses incubando todos los días una cuota más de esperanza, resignándose a ver postergado por un tiempo incierto lo más preciado de la vida: la libertad, el cariño de los padres y hermanos, el amor de una esposa, la alegría de un hijo. El hombre se acostumbra a situaciones difíciles pero nunca puede acostumbrarse a sentirse despojado de lo que es su razón de vida.
Confieso que tuve miedo, que estuve hondamente preocupado por ustedes y cada día era un examen frente a la adversidad, frente al dolor y la impotencia. Ese examen era sobrellevado con la alegría y el deseo de vivir, la constante reflexión acerca de todo lo que implica la vida del hombre. Aparecían con su real grandeza, hechos y actos que, por su cotidianeidad, se nos aparecían triviales, carentes de significación. Asi, brotaron incontenibles el deseo de ir caminando por una calle transitada, de ver el verde de los árboles, de leer un libro o un diario, de comer un asado con ensalada, de tomar unos mates o fumar un cigarrillo; en síntesis, aprender a encontrar en lo simple la profunda esencia de la vida humana. En el plano de los sentimientos, de lo que se quiere y ama, de solo pensar en ello, de imaginarme jugando con mi pimpollito, amando a mi mujer, charlando con Oscar, Jorge, Raúl, Walter y Silvia, con todos mis queridos y más leales amigos, queriendo y escuchándote a vos, viejo, amando y haciéndote feliz, vieja, mi corazón pegaba saltos, me estremecía de emoción (y no son meras palabras lindas lo que digo), dando la fuerza potente para romper el dolor y transformar el miedo, la incertidumbre, La soledad, en confianza, alegría, sintiéndolos a todos a mi lado. En ese hermoso recordar y desear, se entremezclaban los momentos más felices, los más intensos, en donde la figura de todos ustedes cobijaba ese infinito anhelo de vivir, cubría con la fuerza de lo que se quiere las llagas abiertas del dolor, recordándome que por encima de ese obligado arrastrarse y soportar, que hiere profundamente la dignidad humana, jamás enfermaría al corazón que afirmaba la grandeza del amor y de sentir que la vida no pasaba por un costado.
De ida y de vuelta, recorría todos mis años, todo lo hecho y sus enseñanzas, sentía ese presente negándose a dejar abrir las compuertas del río de la vida, y amontonaba deseos, aspiraciones, desvelaba la oscuridad y penetraba la luz de un futuro maravilloso. Cómo no iba a recordar el amor que iba construyendo, con todas sus debilidades, la casa donde vivíamos, marco ideal en donde se confundían las dificultades con la superación de las mismas, donde veíamos crecer a nuestro pimpollito, cómo no iba a recordar el trabajo de todos los días que me hacía sentir la dureza en carne propia, cómo no iba a recordar el hogar paterno, mi rebeldía, el lugar donde fui aprendiendo a distinguir por dónde tenía que ir caminando. Ese presente difícil servía de lazo para unir todo lo anterior con el crecer de mi pimpollito, con la esperanza de volver a juntarme con lo que quiero, de amar y vivir plenamente.
Por fin llegó a su término esa negra noche que duró meses. Ya aquí en Sierra Chica me parecía despertar de una noche con pesadillas. Era como sacudirse la ropa después de una caída, acomodarse y tratar de descubrir cómo iba a amanecer el nuevo día. Y amaneció radiante. Después de tanto tiempo de recibir noticias desalentadoras, de ver que el tiempo pasaba y no había ni un solo destello de perspectivas favorables, el saber que podría verlos, reencontrarme con mi hija, leer un diario o fumar un cigarrillo, de no estar asediado por la incertidumbre es como abrir los ojos y ver que lo anhelado está al alcance de la mano (…) A medida que pasaban los días, fue creciendo mi ansiedad. Me parecía que no pasaban más las horas, aunque, claro, esta situación en nada se parece a la vivida en Córdoba. Me imaginaba cómo estarían, cuanto de grande, charlatana y hermosa estaría mi Laly, lo bien que andarían ustedes. También me suponía la ansiedad e incertidumbre que estarían pasando acerca de mi situación y les veía la cara de alegría y tranquilidad cuando recibieran mi carta. Junto a ello, también estaba preocupado y con cierto miedo. Pienso que la carta que les mandé reflejaba ese estado de alegría y preocupación a la vez (…) Llegó el día de mi cumpleaños. El viernes 29 me levanté con mucho optimismo, recordando con mi compañero de celda cómo y dónde había pasado mis últimos cumpleaños (…) Fue pasando la mañana. Me llevaron al dentista por una inflamación; después vino la comida y más o menos a las dos de la tarde me entregan las dos cartas que me mandaron.
Me emocioné. No sabía qué hacer; estaba en un estado mezcla de alegría y temor. Supongo que más de una vez les habrá pasado, generalmente cuando se recibe un telegrama, que hasta que no se lo abre uno está nervioso o impaciente por saber si el contenido del mismo es bueno o malo. A medida que iba leyendo cada una de las palabras, de ir sabiendo de cada uno de ustedes, me sentía totalmente acompañado, feliz, como creo pocas veces o nunca lo había estado. Leer y releer una y tantas veces la carta me iba recreando situaciones, ya me los figuraba a todos, a los chicos en la escuela, al Oscar con su novia y los reniegos de don Padula, a la Silvia coqueteando, al Bebe con alguna ocurrencia graciosa, al Yeta, lejos, imaginándome lo que está aprendiendo y conociendo en este viaje, a mi Laly, jugueteando, grandota y linda. En fin, estaba invadido de noticias largamente esperadas. De golpe, quedaron en el olvido las preocupaciones más graves dando lugar a una alegría incontenible.








Esta carta salió de la celda el domingo 7 de noviembre

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