Luego
de recibir noticias de mi familia tras siete meses de aislamiento
total en la Penitenciaria
de Córdoba.

Siete
meses sin verlos, que en las condiciones de Córdoba fueron años,
una eternidad. Deben imaginarse cuánto hubiera querido tener una
noticia de ustedes; el cariño por los seres queridos crecía a
medida que crecía la incertidumbre, el sufrimiento. Siete meses
incubando todos los días una cuota más de esperanza, resignándose
a ver postergado por un tiempo incierto lo más preciado de la vida:
la libertad, el cariño de los padres y hermanos, el amor de una
esposa, la alegría de un hijo. El hombre se acostumbra a situaciones
difíciles pero nunca puede acostumbrarse a sentirse despojado de lo
que es su razón de vida.
Confieso
que tuve miedo, que estuve hondamente preocupado por ustedes y cada
día era un examen frente a la adversidad, frente al dolor y la
impotencia. Ese examen era sobrellevado con la alegría y el deseo de
vivir, la constante reflexión acerca de todo lo que implica la vida
del hombre. Aparecían con su real grandeza, hechos y actos que, por
su cotidianeidad, se nos aparecían triviales, carentes de
significación. Asi, brotaron incontenibles el deseo de ir caminando
por una calle transitada, de ver el verde de los árboles, de leer un
libro o un diario, de comer un asado con ensalada, de tomar unos
mates o fumar un cigarrillo; en síntesis, aprender a encontrar en lo
simple la profunda esencia de la vida humana. En el plano de los
sentimientos, de lo que se quiere y ama, de solo pensar en ello, de
imaginarme jugando con mi pimpollito, amando a mi mujer, charlando
con Oscar, Jorge, Raúl, Walter y Silvia, con todos mis queridos y
más leales amigos, queriendo y escuchándote a vos, viejo, amando y
haciéndote feliz, vieja, mi corazón pegaba saltos, me estremecía
de emoción (y no son meras palabras lindas lo que digo), dando la
fuerza potente para romper el dolor y transformar el miedo, la
incertidumbre, La soledad, en confianza, alegría, sintiéndolos a
todos a mi lado. En ese hermoso recordar y desear, se entremezclaban
los momentos más felices, los más intensos, en donde la figura de
todos ustedes cobijaba ese infinito anhelo de vivir, cubría con la
fuerza de lo que se quiere las llagas abiertas del dolor,
recordándome que por encima de ese obligado arrastrarse y soportar,
que hiere profundamente la dignidad humana, jamás enfermaría al
corazón que afirmaba la grandeza del amor y de sentir que la vida no
pasaba por un costado.
De
ida y de vuelta, recorría todos mis años, todo lo hecho y sus
enseñanzas, sentía ese presente negándose a dejar abrir las
compuertas del río de la vida, y amontonaba deseos, aspiraciones,
desvelaba la oscuridad y penetraba la luz de un futuro maravilloso.
Cómo no iba a recordar el amor que iba construyendo, con todas sus
debilidades, la casa donde vivíamos, marco ideal en donde se
confundían las dificultades con la superación de las mismas, donde
veíamos crecer a nuestro pimpollito, cómo no iba a recordar el
trabajo de todos los días que me hacía sentir la dureza en carne
propia, cómo no iba a recordar el hogar paterno, mi rebeldía, el
lugar donde fui aprendiendo a distinguir por dónde tenía que ir
caminando. Ese presente difícil servía de lazo para unir todo lo
anterior con el crecer de mi pimpollito, con la esperanza de volver a
juntarme con lo que quiero, de amar y vivir plenamente.
Por
fin llegó a su término esa negra noche que duró meses. Ya aquí en
Sierra Chica me parecía despertar de una noche con pesadillas. Era
como sacudirse la ropa después de una caída, acomodarse y tratar de
descubrir cómo iba a amanecer el nuevo día. Y amaneció radiante.
Después de tanto tiempo de recibir noticias desalentadoras, de ver
que el tiempo pasaba y no había ni un solo destello de perspectivas
favorables, el saber que podría verlos, reencontrarme con mi hija,
leer un diario o fumar un cigarrillo, de no estar asediado por la
incertidumbre es como abrir los ojos y ver que lo anhelado está al
alcance de la mano (…) A medida que pasaban los días, fue
creciendo mi ansiedad. Me parecía que no pasaban más las horas,
aunque, claro, esta situación en nada se parece a la vivida en
Córdoba. Me imaginaba cómo estarían, cuanto de grande, charlatana
y hermosa estaría mi Laly, lo bien que andarían ustedes. También
me suponía la ansiedad e incertidumbre que estarían pasando acerca
de mi situación y les veía la cara de alegría y tranquilidad
cuando recibieran mi carta. Junto a ello, también estaba preocupado
y con cierto miedo. Pienso que la carta que les mandé reflejaba ese
estado de alegría y preocupación a la vez (…) Llegó el día de
mi cumpleaños. El viernes 29 me levanté con mucho optimismo,
recordando con mi compañero de celda cómo y dónde había pasado
mis últimos cumpleaños (…) Fue pasando la mañana. Me llevaron al
dentista por una inflamación; después vino la comida y más o menos
a las dos de la tarde me entregan las dos cartas que me mandaron.
Me
emocioné. No sabía qué hacer; estaba en un estado mezcla de
alegría y temor. Supongo que más de una vez les habrá pasado,
generalmente cuando se recibe un telegrama, que hasta que no se lo
abre uno está nervioso o impaciente por saber si el contenido del
mismo es bueno o malo. A medida que iba leyendo cada una de las
palabras, de ir sabiendo de cada uno de ustedes, me sentía
totalmente acompañado, feliz, como creo pocas veces o nunca lo había
estado. Leer y releer una y tantas veces la carta me iba
recreando situaciones, ya me los figuraba a todos, a los
chicos en la escuela, al Oscar con su novia y los reniegos de don
Padula, a la Silvia coqueteando, al Bebe con alguna ocurrencia
graciosa, al Yeta, lejos, imaginándome lo que está aprendiendo y
conociendo en este viaje, a mi Laly, jugueteando, grandota y linda.
En fin, estaba invadido de noticias largamente esperadas. De golpe,
quedaron en el olvido las preocupaciones más graves dando lugar a
una alegría incontenible.
Esta
carta salió
de la celda el domingo 7 de noviembre
Comentarios
Publicar un comentario