Cáscaras de nuez


Frente a mi casa, al sesgo, vive una mujer que tiene todos los atributos de una bruja, los atributos que coincidimos en adjudicarle. Casualmente, está corriendo con la escoba el agua que se le amontona en su vereda y la desplaza hacia la vecina, de otra bruja parecida.

Tiene el pelo ardido y usa ropa que no le hace gracia a un pope de moda. Su lengua anda metida por toda la vecindad. Yo me limito a saludarla; cuando estoy en la vereda fumando sé que su mirada atraviesa los postigos de su ventana y me espía. Cruzo los dedos en mi espalda para evitar sus conjuros. Por las dudas. Tiene un poder evidente: todas las mujeres de la cuadra, incluso mi mujer, cuando están con ella adquieren un halo misterioso, cuchichean, miran de reojo a los transeúntes y arrojan desde sus puños cerrados partículas fosforescentes.

Todos los viernes, a eso de las nueve de la noche, se juntan; van rotando el lugar de encuentro. Pero siempre es donde no haya hombres en la casa. Le he preguntado a Irene por qué no las invita una noche aquí y que si prefiere yo me voy a dormir a la casa de Lucho. No me ha dicho que no, aunque sus respuestas son evasivas, que ya habrá oportunidad.

Estoy solo, hablo solo total nadie me escucha. Hay un silencio de mediodía, o de vísperas de la siesta, que embriaga. Se rompe con el paso de vehículos que chisporrotean con el agua de la calle. Espío. De precavido, acabo de poner en mis ventanas una lámina espejada. Nadie puede ver nada hacia adentro. En cambio, mi visión es tornasolada. Pero no espío de pura inactividad. He notado que en mi jardín, debo decir que no tiene puerta ni verjas, el aloe vera está raleado de hojas. Las plantas de perejil de los canteros parecen haber sufrido el mordisco de un caballo y huelen a ruda, y el robusto romero tiene unos absurdos tijeretazos a un costado de su cabellera. Pero lo que más me intriga es que han aparecido dos mitades de cáscaras de nuez en la maceta del cactus. Lo veo flaco y desguarnecido.

Veo a la bruja, mi vecina, claro, que deja la escoba apoyada en el pilar de la luz de su casa y mira hacia aquí. Algo sospecha. Mira con intriga el nuevo aspecto de mi ventana. Corro las cortinas, ahora inútiles, como si me hubiera pillado en falta. ¿Quién puede asegurar que las brujas no son capaces de ver a través de los espejos? Cruza. El corazón se me escapa. Arranca a mano pelada una hoja de aloe vera y un ramito de menta. Se vuelve hacia su escoba y se mete en su casa.

Es evidente que algo se está tramando en el barrio. Deberé reforzar mi vigilancia. Ya mismo construiré una verja para el jardín aunque tenga que desobedecer a mi mujer que siempre se opuso. Yo le digo que vienen a cagar los perros, que me roban las flores, que los chicos juegan a la cabecita. Ella me dice que es el precio de la libertad. Que las rejas y las verjas son prisión y que ella es una mujer libre. Le obedezco porque es su casa aunque yo haya hecho tanto como para sentirla también mía.

En toda la vereda de enfrente queda un solo hombre. De este lado, quedamos tres. No cuento los dos matrimonios de jovencitos que están en otro mundo y nunca se integraron al barrio. Me asusta el conteo, es como si se me cayera un velo. En los últimos años hemos enterrado una decena de hombres, ninguna mujer. De los cuatro que quedamos, el más potable es el de la otra vereda. Aunque ahora se le ha dado por dejarse la barba, tupida, blanca, en su cara de oso. Fuma en pipa, calza una boina negra y apenas cruza un saludo o una palabra. De los de este lado de la calle, uno es remisero recientemente jubilado. Le han recomendado que camine, y camina ida y vuelta de una esquina a la otra. Parece un chico al que le han prohibido alejarse de la cuadra. Fastidian sus paseos. Es verborrágico, grosero. Si me encuentra en la vereda, me cuenta un cuento guaso, o me larga una puteada al gobierno. El otro tiene mal de Alzheimer. Lo sientan en un sillón con correajes y pasa el día en el porche de la casa. Yo estoy por jubilarme. Ahora tengo carpeta médica por unas pústulas contagiosas por lo que me renuevan m la carpeta mes a mes.

Quién será el próximo, me pregunto.

Recién la bruja se cruzó la calle para decirme que nunca pudo hacer crecer un brote de romero. Con envidia me lo dijo. Dijo que tenía que podar el mío para que no se haga árbol. Yo le dije que sí, y le ofrecí un brote pero que tiene que plantarlo para semana santa como a los ajos. Me miró como diciéndome cállate estúpido qué sabés vos de estas cosas, como con lástima, que es peor a que me arranque las plantas.

Me parece que ya han puesto en acción el plan para eliminarme. Mi mujer no me dirige la palabra. Más de una noche me despierto al amanecer y no está en la cama. Una sola vez le pregunté dónde había ido y su respuesta no me dejó ganas de volverle a preguntar.

Hoy aparecieron unas velas moradas sobre una carpeta de yute en un rincón del comedor. Encendidas las velas. Hay una estampa con una inscripción que semeja símbolos chinos. Creo que me tienen acorralado. No me queda más que cruzar la calle y hablar con el barbudo. Esperaré hasta el atardecer cuando sale con su pipa humeante como a espiar el mundo.

Inútil. Peor, me dijo que yo estaba loco. Está chiflado, hombre, eso le pasa por estar todo el día encerrado, leyendo novelas. Fueron sus primeras palabras. Fúmese una pipa o tómese un buen vino, es mejor esperarla así. ¿ Esperarla a quién? ¿Cómo a quién, acaso no se lo dijeron cuando nació? Entendí. Vuelvo a mi casa sintiendo el cuerpo perforado por flechas invisibles.

Lo que vendrá, no quiero imaginármelo. Mi mujer casi me escupe cuando le dije lo de la verja. El oso ahora me saluda con una bocanada de humo, blandiendo su pipa. Alcanzo a ver su mueca irónica debajo de la barba. El jubilado cambió su repertorio, me relata estúpidos cuentos de aparecidos. Ya ni me animo a salir a la vereda. Las cáscaras de nuez han terminado su faena: el cactus yace inerte.

Hoy es viernes, son las nueve de la noche. Mi mujer no ha salido, espera visitas.


Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/



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