Está
harto de ver fútbol de Italia por codificado.
Es
una decisión difícil. Sabe que el abogado del diablo vendrá de
inmediato a enjuiciarlo por abandono de tareas y mala administración
de sus funciones. Aún así, supera las dudas y sale.
Bajar
a las calles, tomarle el pulso al tránsito en esta tarde de otoño,
es todo un descubrimiento. Al llegar a la esquina de los semáforos
ve a los pibes y grandulones jugando a la pelota en el campito. Se
mira el calzado. Estas botas marrones, regalo de madre Teresa, no son
adecuadas. Con su natural habilidad, calza unas zapatillas blancas,
cambia la túnica por un “jogging” desteñido y sigue caminando
por la vereda del arco que da a la avenida.
—Eh,
oiga, don, nos falta uno ¿no quiere jugar? —escucha a
sus espaldas cuando se está maldiciendo por su timidez.
—¿Yo?
Bueno, un rato.
—Patée
para aquel lado —le dice el que parece ser capitán de uno de los
equipos—. Perdemos tres a cero.
—¿Cómo?
Ah, sí —dice dios sin poder disimular su turbación.
Las
horas pasadas despatarrado en su sillón viendo fútbol en directo le
han dado una cierta idea de cómo manejarse en la cancha.
Ahí
nomás, un pecosito le da un pase y dios no sabe qué hacer con la
pelota. Le pega un puntazo desacertado y el balón va a parar a los
pies de un rival. Ya lo están por mandar al arco, pero la
intervención del pecoso permite que siga al centro.
La
banda izquierda por donde juega es guadalosa y poceada. No puede con
su genio. Hace brotar el pasto. Advertido por el pibe que
alcanza la pelota por ese costado, le guiña un ojo y el muchachito
devuelve la seña en complicidad. El perímetro de la cancha, marcado
con un palito de paraíso, se ha ido borrando con el fragor del
juego. Como quien no quiere la cosa, dios lo remarca con una línea
de cal, precisa. Cuando se arma la discusión por un gol anulado —el
arquero sostiene que el balón salió al lado del palo—, tiende
unas redes invisibles que evitará futuros pleitos.
La
pelota es un desastre. Un fútbol desinflado lo cambia por un
Sportlandia blanco, delicia para los pies.
Una
andanada de insultos recibe por haberle pasado la pelota a un
contrario; no lo duda, y se las arregla para vestir con camisetas
definidas y distintas a cada equipo. El intercambio de guiños con el
alcanza- pelotas se sucede durante toda la tarde.
El
partido sigue. Los pibes, sus padres y algún tío medio en copas.
Dios pasa como uno más, entreverado en el picado del barrio del
sábado por la tarde.
Cuando
hace esa bicicleta perfecta y pasa la pelota por encima de la cabeza
del defensor y de sobrepique la clava en el ángulo, un
golazo que pone tres a uno el marcador, se gana el respeto de propios
y contrarios. Todos lo buscan a él.
Comete
torpezas y se luce con habilidades impensadas. Un rival casi se le va
a las manos reclamándole por esa pierna peligrosamente levantada.
Pide disculpas, pero es amonestado.
—Eh,
barba, no seas comilón, largá antes la pelota— se le enoja el
pecoso.
—Muy
bueno, flaco, probá de media distancia— viene el
aliento de un borrachín que oficia de técnico de su equipo.
—Vamos,
muchachos —se atreve a gritar—. Todos arriba a buscar el empate.
Los
de su equipo se entusiasman. Los rivales se refugian en el área.
Dios está descontrolado. Se adueña del medio campo y
desde ahí coloca una pelota imposible a los pies del delantero que
no tiene más que empujarla para el tres a dos. Un revoltijo de
cuerpos festeja el gol. Dios sale del entrevero sucio de pasto y
guadal, y deposita rápidamente la pelota en el círculo central para
que se reinicie el juego.
—¡Al
empate, al empate!— contagia a los suyos.
El
pecoso ejecuta un corner desde la izquierda. Dios sobresale en el
área. Ve venir la pelota combada. No es su mejor perfil para
cabecear. Se acuerda del Diego y no quiere reiterarse. Le da con el
parietal derecho y el fútbol se pierde lejos del arco.
Un
foul violento cerca del área da por tierra con su humanidad. El tiro
libre lo quiere patear él. Toma el fútbol como para quedárselo
para siempre, espera el armado de la barrera y le pega con zurda. La
pelota se estrella en el travesaño. No puede
creerlo, se agarra la cabeza, pateando con bronca el pastito de la
cancha.
El
sol cae y es el fin de la contienda.
Dios
saluda uno a uno a compañeros y rivales. No se queda al tercer
tiempo de gaseosas y fernet con coca. Apura su paso hacia la avenida.
Por un momento, piensa en hacerse trampa; una fugacidad y estaría en
su casa en un abrir y cerrar de ojos. Se reprocha tal pensamiento.
Toma
como cualquier hijo de vecino el colectivo veintitrés, y
sentado en el asiento del fondo va repasando las jugadas que lo
tuvieron como protagonista. Si el pecoso, el muy morfón, le hubiera
pasado antes la pelota, hubiera pateado con menos dificultad y al
partido lo empataban. Se avergüenza al recordar cuando por goloso
quiso hacerle un caño al último defensor y la perdió.
Todavía le suenan los insultos de sus compañeros.
¡
Y el tiro en el travesaño...!
El
chofer le advierte del final del recorrido y comprende que se pasó
unas cuantas cuadras. Se baja pensando en los cambios que hará el
próximo sábado. Al Gustavo lo pondrá de central y al gordo de
ocho, es un desperdicio que juegue tan retrasado.
Al
llegar a casa se sienta a su computadora y la lista de pedidos y
mensajes es la de todos los días: suplicas, plegarias, ruegos de
ángeles de intercesión, perdones, agradecimientos; la rutina
acostumbrada.
La
citación del abogado está ahí, pasada por debajo de la puerta. Ya
le mandará al suyo y conciliarán. “Los favores recibidos creo
habértelos pagado”, canturrea rumbo a la ducha. Le duelen las
piernas, la cintura, los hombros. Las zapatillas están hechas un
desastre.
Insistirá
el próximo sábado; los abrazos de los compañeros de equipo,
tratando de consolarlo por la derrota, lo animan para la revancha.
El
mundo sigue andando como hasta la tarde; no hubo terremotos ni
contiendas ni revoluciones.
Tal
vez me estoy volviendo prescindible, pensó.
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