Al
Diego le disculpo todo, aún que sea hincha de Boca. Qué digo,
fanático de Boca. Es ahí cuando mi visceral gallina se encocora y
vocifera: ¡bostero de mierda!, versión futbolera del negro social
que es donde dividimos las aguas cuando hablamos del “dios sucio
argentino”.
Lo
veo preguntándome: y vos, ¿cómo es que sos gallina? Tenés razón,
Diego, debería ser de Boca, pero a esta altura no me puedo cambiar
de camiseta; aún la palabra traición me espeluzna. Y me justifico:
mi viejo era de River, nacimos con la banda puesta. Qué íbamos a
cuestionar en aquel entonces. Era la época de “La Máquina”, del
Amadeo, de los Onega. Y fuimos cinco hermanos y una hermana, todos
gallinas, el cual más plumudo que el otro. Pero la Coca, mi vieja,
era bostera. Andá entendiendo la historia. La autoridad paterna era
insobornable, indiscutible. La sociedad patriarcal (machista, bah)
modela sus valores a imagen y semejanza. Y el Tilo, mi padre,
laburante de comercio, uno de los doce hijos de mi abuelo zapatero,
sexto grado con esfuerzo, salió a laburar temprano. Rubio, de ojos
celestes, se fue codeando con otros gringuitos en el auge del primer
gobierno de Perón. Vaya uno a saber cómo, pero se hizo radical.
Cuando yo nací, tenía un barcito en una esquina, a las afueras de
la ciudad. Lo metieron preso por agio y especulación. De ahí, más
gorila que nunca. Después tuvo algún carguito con la Libertadora.
La
Coca, para colmo, era peronista. Con apenas cuarto grado hecho en la
escuela rural de la estancia del Molezún, su padre fue cochero de
plaza. Evita era lo más grande, recordaba lo que la abanderada de
los humildes le había dado a ella y a su familia.
Poco
o nada se hablaba en casa de estos temas. Así, vengo de padre
gallina y gorila y de madre bostera y peronista, que, a pesar del
insondable abismo, siguieron teniendo hijos hasta la cuenta de seis y
cumplieron el mandato del hasta cuando la muerte nos separe.
A
mí no me quedó otra que ir viendo cómo, inexorables, crecían
pelos en mi cuerpo, diría mejor: canutos de gallina, contaminando la
piel y la palabra.
No
voy a caer en falsas antinomias. El cóctel social y deportivo
soporta las más benditas contradicciones. Basta con ver a Macri
presidente de Boca o al Mamita, mi compañero de futbol, fanático de
River, de derecha ultraliberal, borracho, desdentado, de piel
oscurísima, changarín.
Sos
buena o mala gente: las habas se cuecen en ollas de acero o de barro.
Menos
mal que mi viejo no perdió del todo su origen barrial y nos hizo
hinchas de Atenas. Sin eso, tal vez no hubiera soportado tamañas
desavenencias en la vida. Ah, no lo toqués a mi viejo, más bueno
que el pan.
Atrás
fue quedando la adolescencia. Ríver era lo más grande. Perón, un
dictador. La primera novia, el secundario concluido. Y, en Córdoba,
el viento del 29 de Mayo de 1969 despeinó mis escasas ideas y fui
abrazando la primera propia, la de cambiar al mundo, idea arraigada
aún como la banda roja.
Vino
el después, la historia reciente de los argentinos, historia no
terminada de contar aún.
Post
dictadura, empezaron a inquietarme mis canutos gorilas. Y entendí,
de una sola vez, la miopía incorregible de nuestros teóricos de
izquierda.
En
el fútbol, estamos todos de acuerdo en que Diego es el mejor. Una
verdad tan contundente (además de haberle metido la mano a la
inmaculada Albión) no la puede ocultar ni la gallina más acérrima.
Ahí el Diego es dios, es lo más grande que hay.
Con
la pelota en los pies —dicen condescendientes los anti patria y
anti pueblo—no hay con qué darle.
—Pero
mejor que no hable— agregan sentenciosos.
¿Y
de qué habla el Diego cuando habla?
Habla
de la mafia de la FIFA, de los negociados de la AFA, se pone la
camiseta defensora de los jugadores, y se carga al hombro a los
napolitanos pobres sojuzgados por el norte poderoso. Y se tatúa el
Che, se hace amigo de Fidel y acompaña a Chávez para hundir al
ALCA: cuestiona al poder. Y, por amor, es capaz de salir del infierno
y arriesgar su idolatría popular para intentar la hazaña que lo
coloque definitivamente en el altar de los argentinos. Como lo ha
nombrado Galeano: “Diego es
un dios sucio, que se nos parece, es el más humano de los dioses.”
Verborrágico, contradictorio y frágil, casi nuestra cédula de
identidad.
Entonces,
hay que apostar a su fracaso.
Diego,
exabrupto inapelable, los invita a beber. De la ineptitud pasa al
acierto. Del descuido, a la meticulosa jugada preparada para el
cabezazo del gringo. El maestro aprende con los alumnos y el grupo es
una fiesta y silba la cumbia del amanecer contigo en una cabaña. Y
es capaz de consolar al caído por los dardos periodísticos y
televidentes cuando lo matamos al Demi por ese error imperdonable:
“Nunca para el medio,
reventala”.
Gestos
humanos, que le dicen.
Y
Palermo tiene que estar porque es el murmullo de la mitad más uno.
Gestos
de los grandes, con el corazón en la gente.
Antes,
a un burrito desbarrancado y apedreado lo vistió de selección.
Gestos
de clase, de Villa Fiorito, a ver si se entiende.
Así
que, Diego, hablá, seguí siendo el que sos; dejá que
algún moralista tire el primer cascote. La gente del pueblo te
escucha, te apoya, se embandera de patria y será quien llorará con
vos si nos derrotan.
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