Gordini


  


  


 Compré un terreno, ­dijo papá en el almuerzo, y a la tarde lo fuimos a conocer. Entramos los cuatro en el Gordini y cuando estacionó frente a un baldío, sacando pecho, mi padre dijo: Este es. Esto es en el culo del mundo, le gritó mamá. La odié; y a mi hermano que le hacía coro.

   Nunca supe cómo consiguió comprar el terreno. Mamá rezongaba por los negocios inútiles de mi padre que nos obligaban a dejar las casas alquiladas y llamar al tío Roberto para que con su camioncito nos hiciera la mudanza. Cuántas mudanzas.

   Llegaron los ladrillos y las chapas y entre los amigos de papá construyeron la casa. No será un palacio, pero es nuestra, decía. Yo asentía con él, en silencio, para no ganarme el reto de mamá.

La construcción era cuadrada, retirada de la calle para un jardín que nunca fue. Una pared interior dividía el comedor y la cocina del baño y los dormitorios. El de nuestros padres daba a la calle, con muebles de pino crudo, un cuadro con Jesús y unos ángeles arriba de la cabecera de la cama.  Sobre la mesa de luz de papá estaba la foto de Perón y Evita, abrazados. La ventana de mi pieza daba hacia el fondo por donde nos escapábamos a las siestas.

    Al galponcito lo hicieron al fondo, un fin de semana, cuando mi madre y Roberto habían viajado a la provincia a visitar unos parientes. Sacaron mucha tierra que cargaron en una camioneta que entró varias veces. La entrada al sótano, revestido de ladrillos y cemento estaba disimulada en el piso de la piecita. Fue por azar que encontré el mecanismo que lo abría, en una de las líneas de alquitrán que seccionaban el cemento. Nunca diré a nadie lo que vi en ese sótano. Muchas veces, siempre de noche, solía venir gente y entraban o sacaban bultos o paquetes. En ese galponcito, papá montó su taller de bicicletas. En la pared del fondo había una repisa con frascos de vidrio en los que se veían clavos, tornillos, tuercas, cada cosa en su lugar. Allí trabajaba de noche haciendo copias en un mimeógrafo, lo que enfurecía a mamá. A mí me gustaba ese lugar. Por las tardes jugaba a la carpintería. También quería ser bicicletero, arreglar las bicis de todos los chicos del barrio.


   El orgullo de papá por la casa propia era la vergüenza de mi hermano. Una caja de zapatos, decía. Por eso no me extrañó que a los once se fuera a vivir con los abuelos. En cambio, yo me hice de muchos amigos en el barrio. Detrás de nuestra manzana, corrían las vías del ferrocarril. Entre el cerco y las vías armamos la canchita. Aunque era una casa en el fin del mundo, un barrio de casas desperdigadas, hasta que se fue papá, fui feliz ahí. En la cuadra paralela, hacia el centro, todos los jueves y los domingos se armaban las ferias francas: puestos de pescado, de verduras, de galletitas y pan, aceite suelto y aceitunas en toneles. Con los amigos del barrio nos íbamos hacia las acequias a pescar palometas y cazar lagartijas, o nos metíamos en la quinta de don Pérez a robar los duraznos chatos más ricos que comí en mi vida. Nos acompañaba Rodolfito, un muchacho grande de edad, pero niño en su mente, que caminaba sonriendo toda la mañana desde una esquina a la otra y a la tarde se nos unía como un hermano mayor protector.

   Cuando se fue papá, mamá tapó el cuadro de Jesús con un trapo negro. El retrato de Perón se lo habría llevado mi padre, o lo destruyó Ernesto cuando vino a vivir con mamá.

   Papá se fue a mis nueve, con una valija color marrón. Vi cuando se iba a través del mosquitero que cubría la ventana de mi dormitorio. Era de noche cuando me despertó la luz que entró por la ventana. Venía de la piecita del fondo. Me quedé mirando la sombra que proyectaba el cuerpo de papá sobre la pared.  Se movía con urgencia. Lo vi salir con su valija y cruzar el patio. Oí cómo arrancó el Gordini, marcha atrás hasta la calle desde la entrada del garaje que nunca se terminó, aceleró la marcha y luego el silencio. Nadie me dijo por qué se fue.

Al día siguiente, una patota policial entró a la casa, revolvió todo, se llevó las herramientas de papá. Nos encerraron en el baño y entre ellos estaba Ernesto Contreras.

Poco después, una tarde llegó Ernesto manejando el Gordini y se quedó a vivir en casa. Lo primero que hizo fue voltear el galponcito y el baño. Con escombros taparon el pozo del baño y sobre el piso de cemento colocaron unas baldosas rojas. No descubrieron el sótano.

   Haremos un quincho, dijo. Nunca pisé por el quincho. Ahí se juntaba Ernesto con sus amigotes y eran borracheras y peleas. Muchas veces los disparos daban fin a la contienda. Más de una vez oí risas y llantos de mujeres, mientras mamá se encerraba en su pieza, si es que no había desaparecido como ocurría con frecuencia y volvía noches después traída por Ernesto en el Gordini, borracha y casi desnuda, o por algún auto de la policía.

   Ya no me gustaba mi casa.

   Cuando terminé la primaria, Ernesto decidió que me iría al colegio militar. Mi madre se opuso y fui a parar al San Augusto, un internado de curas que a coscorrones y penitencias pretendieron domesticarme. Extrañaba las aventuras en las quintas de las afueras de la ciudad, cuando con la honda y las cañas de pescar nos internábamos por los pinares y llegábamos hasta las lagunas de los patos. Muchas noches nos quedamos a dormir allí o volvíamos y nos metíamos en un vagón abandonado cerca de las vías, aun sabiendo que al regreso el castigo de Ernesto sería mayor. Estuve apenas unos meses en el internado; fue en septiembre cuando me escapé. Tenía mis lugares secretos, tenía amigos y me ayudaron. La única meta era encontrar a papá. La tía Josefina me daría datos. Me atreví una tarde. Solo me dijo que ojalá ese hijo de perra estuviera ya en el infierno. No quise preguntar más. Anduve merodeando por los lugares donde había trabajado. Nadie sabía de él. Con mis trece años se me hacía difícil entrar en ciertos lugares. Fue en lo de la Brasileña que una de las chicas me dijo que no perdiera más tiempo, que estaba muerto. Me pareció oír la risotada de Ernesto entre las sombras y supuse que era producto del pánico de que me encontrara.

   No volví a casa.

  Un amigo me invitó a hacer unas changas en el Mercado de Abasto. Dormía entre los cajones vacíos hasta que René, un santiagueño que tenía un puesto, me ofreció trabajo y una pieza para dormir. Se convirtió en mi benefactor; me inscribió en un bachillerato nocturno.

   Hablando con René, comprendí que era inútil buscar a papá, peligroso, al menos en ese tiempo. Los militares eran dueños de la ciudad; mejor no preguntar, no saber, no hablar.

   Tenía diecisiete cuando me puse de novio y el pasado se eclipsó por eso que supe era amor y puso el mundo bajo mis pies. Me enteré de la muerte de mamá y no tuve pena.

   Fue hacia fines del ochenta y dos cuando René colgó el cuadro de Perón en la pared del comedor. Me mostró el escondite donde lo tuvo siete años.

   Empezó una búsqueda inútil, desesperanzada. Pasaron décadas, de olvidos por decreto, de historias que se desovillan lentamente.


Ayer visité la casa, con Ana y los chicos. Detuve el auto al frente. Entre la mugre del abandono estaban los restos del Gordini incendiado.



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