Infames


INFAMES
Infames —volvió a decir Carlos Sgandurra con lo que le quedaba de voz. Un silencio pétreo se refugió en las gargantas de los compañeros de prisión.
El filo del cuchillo bayoneta cuadriculaba el cuerpo desnudo de la víctima elegida. La sangre brotaba en hilos continuos. Una masa sanguinolenta se debatía en el piso, sin un quejido, sin muestras de dolor, junto a la puerta de la celda número ocho.
Son todos unos hijos de puta —gritaba el joven oficial. Y concluyó su macabro juego.
Infames —acabó Carlos cuando la tropa de ronda salió al pasillo del Pabellón once y el aterrorizado celador acandalaba la puerta.
Fue marcha acompasada de botas —sonido metralla del antes y después de la tortura— hacia las rejas de ingreso al pabellón. Y fue el acorde bendito del pasador gozneando entre las rejas, el aviso del fin del tormento.
Por ahora, claro, sólo por ahora.
Aún la vida era posible.
La madrugada fría de mayo del 76 en la Penitenciaria soltó el aire contenido. Las “palomas” atravesaron patios, cerrados ventanales, gruesos muros, para espiar el saldo de la “batalla”. No había ojos que pudieran pegarse al sueño.
Postergando el propio dolor nos acercamos a Carlos. Respiraba. Un aliento de sueños movía el cuerpo mortificado. Mensajes urgentes de manos y nudillos traspusieron mirillas y paredes hasta la “lorera”, recinto del celador nocturno. Punto punto raya. Raya raya raya.
Esperen a que se vayan —balbuceó el miedo contaminado.
Desde los pabellones laterales nos llegaban las voces solidarias de los presos comunes. Telegramas invisibles cruzaban el aire irrespirable del terror.
Nada se podía hacer para mitigar el sufrimiento del escogido para la infamia. Tal vez su porte robusto insufló el odio del alienado. Sin agua ni elemento de higiene alguno, lo tapamos con una manta. Comenzó a gemir. Un leve movimiento despertaba puñaladas de dolor.
Tranquilo, Carlos, ya pedimos que te lleven a enfermería.
El celador volvió con un ayudante. El malherido, acaso extrayendo fuerzas de las convicciones, se levantó. Envuelto en la frazada se lo llevaron.
Ya habían retirado a otros compañeros, ilesos o lastimados. Nunca los retornaron. La ingenuidad nos decía a los sobrevivientes que en el hospital tendría el trato que ayudaría a su recuperación.
Días después supimos que Carlos estaba ahí, bajo el cuidado de los enfermeros. Noticias alentadoras que entraban vía palomas o riesgos de carceleros. Entretanto, se sucedían las palizas: golpes incontrolados, asesinos, diezmando la resistencia física, retemplando el ánimo. Resistir, sin saber hasta cuándo, viendo cómo por las noches las tropas funestas se llevaban a otro compañero.
Luego nos llegaba la suerte corrida por los “trasladados: intento de fuga y muerte, emboscada guerrillera para rescatarlo, tiroteo y muerte. “Pancho” nos los decía, “Pancho”, la Spika desencanutada de su baldosa para el panorama de noticias de las trece de Radio Universidad. Pancho, que soportó inmune las meticulosas requisas.
La tarde que retornaron a Carlos, la celda fue una fiesta. Cada abrazo era un apretón a la porfía de vivir. El se dejaba estremecer, blanco de una loca esperanza.
Estoy condenado, hermano, ya vendrán por mí. Y por todos.
Respetamos su mutismo. Alguien le ofreció un trozo del “marroco” que atesoraba desde la mañana. Se anticipó el cigarrillo compartido, a riesgo de delatarse, con tal que él diera unas pitadas.
Todos los días me iban a ver los milicos. Ya te estás curando, subversivo; cuando estés listo, podrás correr, podrás fugarte y no nos quedará más que pegarte un tiro.
Quieren quebrarnos, Carlos, que nos volvamos locos. No les daremos el gusto —le dije.

Lo vimos sonreír. Buscó su camastro y ahí quedó, hasta que vinieron a llevárselo a la madrugada.

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