Aquella mañana del siete de enero, en el estrecho pasillo de la casa de la calle Colón, probé la bicicleta azul. Con sus rueditas al costado me llevé por delante las macetas de los geranios, raspándome los codos en la pared de revoque grueso. Por la tarde di mi primera vuelta a la manzana al cuidado de mi papá en su bicicleta. Ya sin las rueditas, en esa pequeña máquina de pedales fijos arremetí una tarde del verano por el camino de tierra hasta Santa Flora a la pesca de las mojarras. Oscar, mi hermano, y Luis, nuestro primer amigo, me empujaban con alientos y fastidios. El buen pique demoró el regreso, pero fue la lentitud de mis pedales la que trajo la noche. Mi padre nos salió a buscar y nos encontró a mitad de camino. Con una cuerda atada a su motoneta y sostenida de mi mano me remolcó. Apenas tomé velocidad, fui a tierra porque los pedales no paraban de girar y girar, olvidados de mis zapatillas. Un par de caídas obligó a montar la bicicleta entre mi padre y yo y así retornamos en la motoneta, con mojarras, lastimaduras y el enojo paterno.
Ese verano, vísperas de mi ingreso a la escuela, nació mi relación amorosa con el campo y las serranías. En el camino abandonado hacia Las Lajas, las lluvias torrenciales habían carcomido las huellas hasta formar cañadones y barrancas, espacios de aventuras y descubrimientos. Alonso, el tío joven, era nuestro guía.
Hasta lo ocurrido en la barranca de las golondrinas, los Reyes Magos existían.
—Son tus padres, son el Tilo y la Coca —dijo Alonso con una sonrisa de muchacho bueno.
Miré a Oscar, apenas un año mayor que yo, buscando amparo ante tamaño despropósito.
—Ya lo sabía —dijo Oscar.
Indiferentes a mi angustia, las golondrinas entraban y salían de sus nidos en las paredes del barranco.
Entonces… la bicicleta azul no había bajado desde el techo de chapa de la casa del fondo. Entonces… la chapa calada que se había desprendido esa noche del seis de enero cuando Melchor, en una maniobra desafortunada, quiso bajar la bici y tropezó y casi se desmorona, era una mentira. Pero si la bici estaba abollada, tenía saltada la pintura del cuadro y un raspón en el asiento. Eso era cierto, lo había visto. Entonces…
Alonso trató de consolarme. Oscar descubrió una paloma para la honda y se alejó de la barranca. Mi propio hermano me había ocultado la verdad; o él tampoco la sabía.
El duelo me habrá acompañado durante la tarde, en el galope hacia las canteras de Las Lajas, en la pesca de las palometas en el pozo del arroyo que nos retuvo hasta la caída del sol.
Sin los tres reyes magos, muertos de un solo tajo, mis ojos aprendieron desde ese día a mirar el mundo de otra manera.
Nunca se lo pregunté a mis padres. Tampoco ellos me dijeron la verdad, tal vez como anunciándome que a ésta como a otras llegaría por mis propios medios.
Cuando en la Nochebuena de ese año nos juntamos los primos en la casona de los abuelos, supe, entre otros descubrimientos que la bicicleta azul había sido de Laura, la hija de mi padrino, cinco años mayor, y que habían cambiado su color amarillo original acondicionándola para ese enero. Todo dicho en secreto entre los que nos creíamos más grandes, pues aún quedaban otros ojos aguardando la maravilla.
De tanto en tanto, cuando en primavera llegan las golondrinas a la plaza de mi ciudad, me convoca la mañana de la barranca y su herida en la inocencia.
Ahora me tocará a mí bajar la bicicleta para mi nieto. Seré un Melchor más cuidadoso con semejante tesoro, que no se raspe, que no se abolle, y dejaré que otros se ensañen con la ilusión, en una barranca o en cualquier lugar desde donde se inicia un camino sin retorno.
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