
No
hay peor destino que el del papel higiénico. Inapelable sentencia.
Su función purificadora viene en apretados aros que, desenrollados,
plegados cuidadosamente y vueltos a plegar, rebuscan en las honduras,
recolectan de mayor a menor, apoyados en la sabia manera de los
dedos, y son arrojados sin misericordia al submundo cloacal de los
humanos. No hay un instructivo en su envoltorio. Queda a expensas del
usuario, en un porta rollo, en el suelo o posado sobre la mochila.
Una afrenta más a la que nadie es capaz de hacer justicia.
Un
muestreo estadístico, una compulsa, una encuesta seria en cualquier
esquina de la plaza, nos daría un acabado mapa de las conductas
humanas. Aunque ya sabemos que la blancura de un jabón o la limpieza
de procedimientos de un funcionario son más atractivas a la hora de
hacer un cuestionario. Tan insignificante es su papel- su rol y su
materia- que a la hora de cargarlo en el carrito, echamos mano al que
está en un blíster de cuatro o seis en la punta de la góndola,
gancho al consumidor desprovisto de ética. No hay un 0800 de
asistencia o reclamo. Los más viejos debemos recordar los famosos
setenta y cuatro metros que anunciaban reales del único comercial de
papel higiénico que tengamos memoria. Está bien. Hay innovaciones;
reconozcámoslas. Los vienen con florcitas, con tonos apastelados,
hasta con poemas y frases célebres. Troquelados, puntillados,
texturados, con doble capa. Pero convengamos que la mayoría es de
tal tosquedad que nos asquea por partida doble.
A
falta de capacidad para emprender otras nobles investigaciones y por
sufrir en mano propia la debacle del producto, me dije: esto se
acabó. Deberé prestar más atención al escoger. Si soy capaz de
distinguir entre un tetra y un Carcassonne, entre un pate foi y un
caviar, debo quererme un poco más y limpiarme con dignidad. Advierto
que no hay una intención marketinera, ni daré nombres, ni pasaré
el chivo. No está en mis propósitos poner el arte narrativo al
servicio del mercado. Ah, pero qué placer. Fue sólo cortar el
tamaño acostumbrado, plegar, pasar, mirar, replegar -sin
transparencias oscuras-, volver a pasar, hurgar con certeza, extraer
hasta el último vestigio, sentir la suavidad de la seda en mis
carnes y tirar el papel al inodoro, como quien arroja al mar un
pañuelo bañado en lágrimas de amor.
No
sé si me ha cambiado la vida. Sí, agregó un plus de satisfacción
a mis mañanas.
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