Retorno al caserío

Anochece y las piernas ya no le responden a Manuel; tropieza y cae en el pajonal, a cada paso más tupido. En cuestión de minutos estará entre la mata de espinillos y chañares y la marcha se hará más lenta, aunque segura. El terreno muta bajo sus pies; una blanda alfombra, como si caminara sobre goma espuma; montículos extraños alertan su paso. Vuelve la mirada hacia el camino: luces que van y vienen, hasta desaparecer. Una se detiene y el terror lo empuja sin precauciones. La pierna se le hunde hasta la nalga, queda atrapada en el barro y siente el tirón. La superficie gelatinosa le impide asentarse con sus manos y empujar. Deja caer el cuerpo hacia un costado y con dificultad se libera. Mojado y sucio gira la cabeza. La cinta viboreante del camino es un fusil apuntándole. La luz ahora se mueve con pasmosa lentitud, la insidiosa búsqueda de un faro en un mar amarronado. Literalmente, el corazón se le salta por la boca cuando los destellos amarillos y azules de una luz giratoria aparecen en el inicio del camino. Dar un paso adelante es sumergirse en la ciénaga; un paso atrás, exponerse al ojo de los reflectores. Paralizado, atina a encogerse, retrocede, casi arrastrándose, hacia el pajonal. Le duele la ingle. Un desgarro severo de carnes y tendones y el frío que le penetra hasta los huesos. Ve cómo la luz giratoria se acerca, como una fragua golpeando sobre el yunque de la noche y la ve alejarse, atravesar su mirada hasta perderse en el oeste. Se yergue. Ata como puede el cinturón sobre la zona herida y sigue la línea trazada por el límite del pajonal. Una luna serena baña el pastizal y se refleja en el agua de los pantanos.

Atravieza la zona húmeda por un sendero vacuno y desemboca al pie de un cerro inesperado. Busca sortearlo por la ladera; más abajo corre un arroyo de cantos y cañaverales. No halla aún algún punto de referencia para orientar sus pasos. Luego del cerro primero vienen otros y otros. El camino ha quedado oculto, la luna menguante arriba de su cabeza lo acompaña. El frío atenaza sus manos, rasguñadas por matas espinosas y la renguera le impide atreverse a la cima de las serranías desde donde encontrar indicios de su norte.

Un aroma de hinojos lo sacude. Olfatea el aire buscando su paridera. Casi con los ojos cerrados se deja llevar. Entremezclada con el olor de guano fresco, la fragancia del hinojal es el bálsamo esperado. Muerde un tallo y ya sabe hacia dónde ir.

La certeza del caserío abandonado le inocula fuerzas. Es una legua apenas y hace un alto. Lía un cigarro, luego otro. Enciende una fogata despreocupado de peligros y se tiende a su lado.

Cuando el sol pega en sus ojos, con esfuerzo logra enderezarse y emprender el último trecho de su salvación.

Los restos del caserío no le aventuran esperanzas. Despojadas de techos y aberturas, las casas han sido invadidas de yuyos y seguramente de alimañas. Algunas conservan los tirantes y chapas desclavadas. La que había sido su casa, parece haber sufrido un deterioro deliberado. Sigue hacia el bajo y como si una mano se hubiera apiadado del sector, las casas están con averías aunque el sol se refleja en sus techos de chapa. Busca la de Amanda, casi como un desafío, y se detiene frente a ella. Una chapa de cinc claveteada en el marco de la puerta de entrada. Aparta la chapa con cuidado y mete la cabeza a través de la abertura. La oscuridad apenas es rebanada por rayos luminosos desde la ventana. Desclava la chapa y la luz inunda la habitación. Entra. A un costado, un camastro con un revuelto de frazadas y una almohada pequeña da la impresión de un uso reciente. Con precaución, abre la puerta de la cocina. Un brasero, un plato enlozado, una taza; una vela enhiesta sobre el fondo de una lata de conservas. En la otra habitación, un aparador caído y una silla. Toma la silla, la lleva a la cocina y se sienta. La solidez del asiento lo invita a estirar las piernas, acomodar los huesos de la espalda y cruzar las manos en la nuca. Queda así varios minutos; cierra los ojos y repasa los últimos acontecimientos.



Amanda se le había abalanzado con el cuchillo de empuñadura blanca. Él solo quiso detenerla, como en tantas otras ocasiones. Forcejeó. Una fuerza inusitada impulsaba a la mujer a zafarse de las tenazas del hombre. Un golpe en los testículos le hizo soltar los brazos de la mujer y el cuchillo rozó su hombro. Ahí perdió el control. Amanda, paralizada por la reacción, no hizo nada para detenerlo. El cuchillo se hundió una vez y la mujer cayó y no se movió más. La pieza del inquilinato estaba al fondo, contigua al baño comunitario. Desprendió la camisa, apenas un rasguño en el hombro. Tomó el cuchillo, cruzó hasta el baño, se lavó las manos, la cara, la hoja homicida. Volvió a la pieza. En el bolso azul guardó unos papeles, algunas prendas, un pedazo de pan, el cuchillo, y salió, dejando entreabierta la puerta.

La mañana del domingo estaba desierta y caminó hasta el cruce de la ruta provincial. Sorteó los quinientos metros que lo separaban del tupido bosque de olmos a ambos lados del camino. Se dejó caer alejándose un centenar de metros de la ruta y esperó el atardecer; los maizales y el sembradío de soja serían una buena cubierta para su marcha. El contorno de las sierras parecía estar al alcance de su mano.


Y ahora está aquí, con hambre, alerta a cualquier ruido. Destraba la ventana de la cocina y reacomoda la chapa de la puerta. El universo de puntos luminosos en el techo es una advertencia para que mañana empiece a taparlos.


Veinte años han transcurrido desde que la empresa holandesa decidió cerrar la cantera. Nunca volvió al lugar. El poblado había crecido allá arriba de las sierras. Muchos aceptaron el ofrecimiento de una vivienda y armaron su vida, a leguas de la población más cercana. Hubo casamientos y hasta los niños tuvieron su escuela. El cura que lo casó con Amanda le predijo abundante descendencia que no fue. Cuando el éxodo, volvieron a su pueblo de origen pero no había trabajo ni hospital para el tratamiento que debía hacer la mujer.

Ya en la ciudad, poco a poco fueron siendo expulsados hacia las márgenes y la felicidad de la cantera se fue desdibujando en la miseria.



La naturaleza había emprendido su tarea de reparación. No pudo acabarla porque el poblado estaba asentado sobre pedregullo de mármol. La cantera, profunda caries en el corazón de las serranías, se cubrió de agua de vertientes. En sus paredes crecían helechos gigantescos. El agua cristalina dejaba ver cardúmenes de sardinas polinizados por los pájaros.

Comida no le faltaría. Fabricaría las trampas de las que era tan ducho. A la vera del arroyo que salía de la cantera encontraría berros y verdines e iría en busca de nogales e higueras y algún frutal que hubiera pervivido.


Pero eso será mañana. Ahora acomoda su nuevo hogar. Sacude el camastro, un catre de campaña que conserva su fortaleza. La almohada de plumas servirá y las frazadas, acribilladas por polillas, serán retazos que alcanzarán a ser manta por si el invierno se viene pronto. Con un manojo de jarillas arma una escoba y barre. Abre ventanas y el aire puro de las sierras le contagia energías. Inicia una expedición minuciosa por los alrededores: tarros, metales, alambres, un banco destartalado, pedazos de vidrio. Junto a la primera casa, que apenas le quedan paredes, un árbol de sombras alberga a un búho de brillantes colores. Junto al tronco hay restos de una fogata, indicio de gente que llega al lugar o van de paso. Con lo recolectado, vuelve a la casa. Revisa sus pertenencias: medio atado de cigarrillos, un encendedor con poca carga, doscientos pesos como capital, y el cuchillo. Bajar hasta el pueblo sería una temeridad, pero debe procurarse alimentos.

La última vez que recobró la libertad por hurtos menores le había jurado a Amanda que nunca más robaría; de eso hacía ya más de diez años.

Pero el hambre lo impulsa. Toma el camino por donde salían los camiones con las moles de mármol a cuestas; apenas se distingue por el pedregullo apisonado. Se guía más por la memoria. Cortando a sierra traviesa, llega a los lindes del pueblo. Le extraña el barrio de casas de veraneantes cerca del río, no existía hace veinte años. No es difícil entrar en varias de ellas; cuidando de no dejar señales, toma lo que se le ofrece a sus necesidades. Tendrá oportunidad de volver por más pero con esto alcanza.

A la noche, Manuel duerme sin sobresaltos. Las siguientes, comienza a soñar a Amanda. Amanda casi niña, siguiéndolo por el filo del precipicio de la cantera, riéndose, arrojándole esquirlas de mármol, mostrándole que podía ser tan intrépida como él. Amanda, más niña aún, ayudándole a arrebatar a las paredes filosas de la cantera los caracoles blancos que serían la carnada para las palometas del arroyo. Amanda, trepada en lo alto de la higuera eligiendo para él las mejores brevas. Y él asustándola con los jotes encaramados en el cerro Pelado, pidiéndole que moviera las manos para que no la confundieran con un animal muerto y vinieran a arrancarle los ojos. Amanda y él, jugando a la ronda con los otros niños en la calle del caserío.

Sueños que lo despiertan en las madrugadas y ya no puede dormir.

Ha llevado el camastro junto al ropero. Se siente más protegido. Además, en esa habitación había crecido Amanda con sus hermanos.

La siguiente semana cuando vuelve de una nueva excursión por víveres, con el sol recién escondido, una luz cruza por el valle, se detiene en el aire y sale disparada hacia el cielo. Esa noche oye su nombre pronunciado por un pájaro. Un aleteo sonoro prologa el ruido de pasos sobre las chapas del techo. Toma el cuchillo y aguarda. Un golpe de viento voltea la puerta y luego un silencio total. Enciende el brasero, calienta agua y prepara los mates. Analiza los incidentes hasta que se tranquiliza: un jote, el búho, una ráfaga aislada, nada más. Vuelve a la cama. El sueño le trae la ternura de Amanda. Ella a su lado le coloca paños húmedos en la frente y le acaricia los párpados. El paño toma temperatura, casi hierve y destila un jugo rojo que le tiñe la cara. Amanda ríe. Despierta bañado en transpiración. Arroja las mantas y sentado en el catre sabe que ya no podrá dormirse.

La noche otoñal conserva las brasas del verano. Sale de la casa y ve cómo el búho vuela desde la cumbrera de su techo hasta el árbol de copa redonda. La visión de abandono de las casas linderas le impide avanzar. Un viento cruza su cuerpo, se arremolina contra una pared derruida y sube en tirabuzón, como una nube gris que, suspendida en el aire, adquiere la forma del rostro de Amanda. El búho levanta vuelo, da unos círculos sobre la cabeza de Manuel, profiriendo un graznido que semeja al sollozo de un niño, y retorna a su árbol. De pie aún, inmóvil, imagina la muerte del pájaro. Lo sorprenderá al mediodía, cuando parece que duerme. Bastará con armar una escalera junto al tronco, subir con precaución y tomarlo del cogote. Retorna a la casa. Restan horas para el amanecer. Enciende una vela y continúa con el armado de las trampas para las mulitas. En la pared, las sombras de sus manos tejiendo los alambres dibujan figuras que se mueven como si un aliento estremeciera la llama que, impávida, alumbra la habitación. No quiere pensar en ello, ya no quiere pensar. Se está así, hasta que el sol se filtra por la ventana.

Con tirantes y troncos arma la escalera, la coloca junto al árbol y trepa. El búho gira la cabeza y, displicente, salta hacia la rama más alta. Persiguiendo a la presa, sube hasta el último peldaño, alcanza una rama con el envión y se desbarata en el intento. El árbol cruje, y Manuel cae de costado. Su brazo derecho ha sufrido la peor parte. Lo mueve aunque el dolor le arranca insultos y maldiciones. El dolor en la ingle y esto lo llevan a encerrarse en su casa por varios días.

Es mediodía, ya entrado el otoño, cuando escucha voces cercanas. Desde el mirador de su dormitorio los ve. Es un grupo de cinco o seis jóvenes que se meten en la cantera hasta el nivel del agua. Los ve hacer. Uno de ellos señala el caserío. En tropel ascienden hasta el lugar y llegan junto al árbol de la escalera. El búho levanta un cansino vuelo cuando los visitantes comienzan a arrojarle piedras. Los ve acercarse hasta las primeras casas y le parece inútil armarse de su cuchillo. Débil por la escasa alimentación, aún dolorido, se encomienda a su santa. La prudencia o los ruegos de Manuel, hacen que los del grupo desistan del recorrido por el caserío. Encienden una fogata en cercanías del árbol, comen, descansan y continúan su marcha.

Tres, cuatro meses han pasado desde que llegó y sabe que no puede arriesgarse a otra visita inesperada. Quizás la inquietud le hace sentir una mejoría y se atreve a una nueva incursión por el pueblo.

Por la noche, las voces merodean las paredes de la casa. Es una ronda de susurros, de palabras de prudencia, el canto de una procesión. Cada vez más fuerte, hasta ensordecerlo, y luego el silencio. Un silencio distinto, profundo, una oscura voz que deletrea su nombre. Cubre sus oídos pero la voz viene de adentro suyo. Ha perdido las noches, ya no le pertenecen a su descanso ni a su vigilia. Se interna en la oscuridad de las sierras, camina a tientas con el zumbido fugaz de los murciélagos, el chistar de las lechuzas, el grito de algún animal en celo amplificado por el eco.

La noche es el espanto y el sueño huye atemorizado. Quiere enfrentarla, conjurarla con ritos infantiles, ahuyentar los fantasmas. Y es peor aún. Las voces empiezan a salir desde los escombros de las casas. Se pasean a su lado sin prestarle atención. Su madre parece mirarlo, le extiende los brazos, lo llama y él va hacia las sombras abrazando el aire frío del invierno. Adentro no puede permanecer. Fuerzas espiraladas lo marean, lo expulsan al exterior de la casa y todo recomienza.

Exhausto, la llegada de un sol tardío espanta las voces y los silencios, concediéndole una tregua para tomar un trago caliente, morder un pedazo de pan y caer rendido en el catre hasta que las primeras sombras dibujan las sierras azuladas.

Pide una noche, solo una, para recuperar el día y los trabajos.

No le es concedida, ni esa ni las siguientes del largo invierno.


Cuando llegó la primavera, su cuerpo era un manojo de huesos atravesado por los estiletazos de los jotes. La naturaleza retomó su tarea de reparación. El ardiente sol de los veranos que vinieron blanquearon los restos hasta confundirlos con el pedregullo de mármol blanco en la calle del caserío, donde los niños de las canteras seguirán jugando a la ronda.

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