La
tarde del sábado 9 de abril de 2016 nos lleva hacia el Barrio San
Martín. Calles conocidas por las que se merodeó husmeando a ese
feroz animal, grisáceo, acechado por su historia de oprobios e
infamias. Ya decrépito, con las demoledoras y excavadoras a punto de
actuar para borrar de una vez y para siempre su prontuario
ignominioso.
La
memoria viva, la disputa de la memoria que intervino dejará a salvo
los pabellones de la muerte y la capilla donde un cura que pronto
llegará a la santidad consolaba los dolores encerrados.
Esta
tarde tomaremos posesión de un sitio donde los uniformes de la
patria escribieron una página más de su miserable historial de
sometimiento y muertes.
Aquí,
desde aquí, se fusiló la esperanza de un mundo mejor de treinta y
dos héroes definitivos, jóvenes indefensos asesinados por la
suprema crueldad de un poder alienado.
La
entrada del predio penitenciario se va poblando de mujeres y hombres
convocados a este reingreso a lo que fue una de las mazmorras del
régimen dictatorial, un campo de exterminio ante la indiferencia,
complicidad, silencio y miedo de quienes debían custodiar la vida.
Cada uno tendrá su respuesta.
Basta
detenerse en esos semblantes de los sobrevivientes para amontonar la
emoción del paso previo a las rejas abiertas, al retorno tras
cuarenta años a la celda donde transcurrieron los meses más
dramáticos de nuestras vidas.
Mirarnos,
reconocernos, el abrazo. Una corriente de energía acumulada, una
mezcla de miedo redivivo, de triunfo existencial, de marcas
imborrables, maceradas en décadas de vaivenes, de soles amanecidos y
noches inesperadas. Abrazarnos y abrazar a nuestros muertos.
La
espera matizada de anécdotas, de nombres recordados, de vidas
transcurridas, al calor de las familias y amigos que acompañan.
Ese
resquicio de justicia legítima que aún nos ampara, se hace
presente, accionando el vallado y comienza la caminata hacia el
corazón del animal abandonado.
Pasos
inseguros, nerviosos, tomados de la mano, avanzamos hasta la puerta
gigante del presidio. Por ahí se entró esposado. Por ahí salimos
una noche, amordazados, maniatados, sin destino cierto.
La
puerta se abre y el largo corredor nos invita a recorrer las arterias
del monstruo hasta llegar a los pabellones de la muerte.
El
tropel silencioso avanza.
Entremezclados,
van tres de mis hijas, dos de mis nietos y llevo, nos llevamos de la
mano con mi mujer.
¿Cómo
es posible que haya olvidado por completo la escalera que desde la
planta alta del Pabellón Ocho, pasando por la Lorera, nos
conducía diariamente al patio de recreo?
Al
llegar a la guardia central, vemos la casilla vigía de todos los
pabellones que como rayos salen desde ahí.
Primero
nos metemos en el patio; lleno de malezas, aún así, está ante mis
ojos como estuvo siempre, durante cuarenta años. Imagino los picados
de futbol en la cancha sesgada: apenas si desde un arco puede
divisarse el arco contrario. Veo, al frente, el pabellón de los
comunes desde donde iban y venían las palomas del encierro. Y veo,
decididamente ahí me paro, donde el disparo asesino acabó con la
vida de Paco Bauducco. Salgo de ese instante fatídico desde donde
partió el disparo y su estampido nos llegó nítido a los que
esperábamos en el pabellón de arriba, no recuerdo si antes o
después de la inolvidable paliza inaugural. Y me veo, y nos veo
desnudos en la noche de abril tirados en el pedregullo, mordiendo la
tierra, soportando pisotones, gomazos y patadas del pelotón que
venía a inaugurar la muerte. Nuestros cuerpos todavía están acá y
acá estarán en la fotografía del alma.
Salgo
del patio. Ahí descubro la escalera hacia el ocho, uno de los
pabellones fatídicos, la lorera, la reja abierta, y entro al
espacio clavado en la memoria.
Con
algunas modificaciones, el pasillo es el mismo. Tres, cuatro metros
de ancho por cincuenta de largo, todo está igual. Veo entrar en
tropel a las patotas, veo dar los primeros pasos a mi hija, veo la
formación de las organizaciones, los tumultos, la entrada del rancho
y el marroco, los taconeos nocturnos avisando de la inminente
golpiza, o del traslado de uno de nosotros hacia la muerte. Se
amontonan los gritos de dolor de los prisioneros, las burlas de los
uniformados, el silencio sepulcral tras el cierre de la reja del
pabellón luego de la desigual batalla.
Veo
entre las rejas del portón de entrada la mano del preso común
pasando un paquete de azúcar, la mano de Turco recibiéndolo y los
ojos delatores, la golpiza, las estacas, el agua del invierno sobre
el cuerpo crucificado, y la muerte agónica de René, el grande.
Después, en el recorrido, me pararé sobre el lugar donde soportó
con estoicismo la barbarie desenfrenada.
Atravieso
el pasillo en busca de la celda once, al fondo, a la derecha, con sus
ventanales hacia el patio de recreo. Ya no están los baños del
fondo ni las dos celdas laterales donde los presos hacíamos nuestras
ranchadas antes de 24 de marzo. Ya no está la puerta de chapa con la
ventanita enrejada. Ahora una pared divide la gran celda que contuvo
a más de una veintena de prisioneros. Pero una de las grandes
ventanas ahí está, con su cuerpo largo de rejas gruesas, ya no
están tapiadas, con el hueco en el piso, justo debajo de la ventana,
por donde entraban reflejos fantásticos que se proyectaban en la
pared que da al pasillo.
Y
piso la celda. En este lugar, durante ese año funesto, aprendí las
mayores lecciones de la vida. Busqué a mis compañeros. Veo a Carlos
Sgandurra desangrándose junto a la puerta; veo al Larguirucho
Tramontini incorporándose desde su camastro rumbo a la muerte; veo
al teniente rubio alzado sobre una cama, pistola en mano,
apuntándonos, insultándonos; vieo el rancho distribuyéndose en
precisas raciones; veo escribiendo en papelitos imprescindibles las
crónicas cotidianas del suplicio; veo las filas de camastros en cada
pared y al medio, el tren de la primavera de los presos; veo el
rincón oscuro desde donde Federico Bazán nos proyectaba sus
películas; veo el pote de kero atravesando el ventanal tapiado desde
el pabellón de los comunes; veo el marroco distribuido en perfectos
cuartos o mitades para que durara todo el día.
Veo
los ojos de asombro de mi nieta, los ojos llorosos de mis hijas, el
deambular tremendo de los sobrevivientes, entrando y saliendo de las
celdas vacías, buscando nombres, ubicando compañeros, recordando
anécdotas. Risas nerviosas, semblantes trisados por recuerdos. Aquí
estuvo el viejo Nicky; aquí el cabezón, desde aquí lo llevaron a
tu viejo; desde esta celda lo sacaron al chiquito de arquitectura y
de aquella al hermano del toro; esta era una celda de perros y
esta de montos. Acá estaba la radio, la Spika encanutada que
nos daba el informativo de las trece de radio universidad; te acordás
de...
Hay
que salir un rato al recreo, continuar el itinerario. Tengo que
hacerlo: tomo la gran puerta de rejas de la entrada del pabellón, la
cierro y luego la abro, para salir de una vez y para siempre.
Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/
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