Suicidio blanco

Queda apenas una hora de luz y vendrá la noche a cambiar la sintonía del silencio. En un bolsillo, un papel contiene el mundo perdido. Su levedad tiene un peso consistente. Mis manos se aferran a la baranda herrumbrada del dique donde, a esta misma hora de la tarde, soñaba el futuro juntos. En el agua la mano temblorosa del viento dibuja frases incoherentes y una hilera de patos traza surcos subrayando el agua verdosa y se pierden entre los juncos. Los sauces proyectan sombras otoñales en la costa y el sol se filtra por los resquicios de sus copas. Un tramo destruido de la baranda me dice del abandono, de cuánto esfuerzo habrá que poner para retornar al paraíso. El puente acompaña la curva del dique de orilla a orilla. Se sostiene sobre pilares de cemento a cuatro o cinco metros de altura. Impresiona viéndolo desde donde el río retoma su cauce luego de caer por el tobogán verde de musgo con furia, en un salto mortal sobre las rocas: danza entre espumas y levanta una lluvia que acaricia. Me llega un murmullo, un resoplido de animal que recupera la libertad.

En esta hora crepuscular una estridencia de loros tajea el cielo. Un torpe aletear de palomas se agota entre las ramas casi desnudas del tamarindo. Peces saltarines me festejan sin que pueda imaginarme el universo oculto en el agua. Levanto la vista y una anticipada luna me salpica de tristeza.

Tomo el papel y lo enrollo entre mis dedos como un boleto de colectivo. Mis pasos retumban sobre la chapa del puente. Un temblor me detiene. No sé si es el viento que sopla con fuerza o es la endeblez del puente sacudido por mi lucha. Una brisa de barro podrido o de osamenta infecta el aire. Quiero escapar y sin embargo mis ojos van una vez más al papel, aguardando que mis dedos terminen de desenrollarlo. La letra amada se despedaza. Una lluvia blanca cae al dique. Remolinean un instante y se suicidan por la pendiente. El metálico croar de las ranas instala la noche.

Allá abajo, la espuma sepulta las palabras y el río corre por su cauce, olvidándome

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