MUSICA Y POEMAS EN EL AUDITORIO DEL PABELLON DE CASEROS
Al llegar la noche en Caseros la música de los parlantes marcaban el fin de la jornada, si es que en la cárcel es posible diferenciar un día de otro. La cárcel es un tiempo sin calendario, en un tiempo continuo, mojonado por traslados, visitas, una carta, un hecho diferente. La música podía ser una interminable sucesión de marchas militares o una continua repetición de un tema musical con resonancias eróticas. Dependería de la guardia, las supuestas guardias diferentes. La mala nos ahogaría con sus marchas. La buena con temas amorosos, la dual pasaría temas de actualidad, folclore, uno ya no recuerda tanto. Pero antes de la música, al atardecer venían los poemas desde la última celda del ala del pabellón del flaco Horacio, el hijo del ex gobernador de Mendoza. El largirucho Martinez Baca se iniciaba su recital poético con el e poema de Garrick, el payaso triste, al que de tanto oírlo lo debimos aprender de memoria. Era una voz intensa, resonante, que colmaba la imaginación, que nos revivía una y otra vez la historia de Garrick. Seguramente nos recitaría poemas de Lorca, Neruda, Hernández. Solo me quedó ese y no puedo sino unir Garrick, Baca, Caseros, con el intermedio de propaganda o reflexiones del Minguito comunista de Taldil, con su retahíla de la paciencia es la ciencia de la paz repetida en distintos tonos e intensidad de voz hasta que te rompía la paciencia y una voz descontrolada lo mandaba callar.
PAPELITOS HACIA LA CALLE EN LA PENITENCIARIA
Aún en las condiciones más extremas de aislamiento, se encuentran las formas de romper el cerco. Atravesar muros, llegar a la calle. Con señales de manos, con golpes en las paredes, con palomas que recorren los caminos más increíbles, los caramelos ínfimos transportados con ingenio, ocultados sin remilgos y pelados con fruición. No es ésta la mejor prosa, siempre un acto de comunicación, para referirme al acto más heroico de desafiar al oprobio, al silencio mortal, a la incomunicación con el afuera de las rejas. Tapiadas las ventanas, aislados de todo contacto humano, literalmente incomunicados, carentes de todo objeto, solo con lo puesto y un colchón con alguna mugrienta frazada, a alguna hora de la mañana, cuando el peligro inminente había pasado, iniciábamos la tarea de poner en palabras el infierno que estábamos viviendo. De algún canuto llegaba la birome de punta fina, el papel de liar cigarrillos y el texto en letra normal para transcribirlo como denuncia diaria. Quienes teníamos caligrafía más pareja y clara éramos los encargados de escribir, con letra menuda en ese papelito que se haría caramelo y por una paloma inexplicable saldría de la cárcel para llegar a su destinatario. Con esos papelitos se fueron armando las denuncias en los organismos internacionales, el día a día del campo de exterminio en que Menéndez había convertido la Penitenciaría del Barrio San Martín. Alguna vez vi un facsímil de esos mensajes desesperados y creí identificar mi letra. Testimonios irrefutables del horror y la muerte vividos en el 76 de la dictadura.
Comentarios
Publicar un comentario