Así, de arranque nomás, a puro grito: hijo de remilputa, te encontré, esta vez no te me escapás.
Traté de explicarle, que era una confusión o a lo sumo una coincidencia. Pero el tipo no estaba para palabras. Logré esquivarle el primer sopapo y no alcancé a ver el segundo. Me tumbó. Desde el piso le pedía que habláramos. Eso lo enfureció. Vi venir la patada a la altura del estómago y en una reacción que aún hoy no me la explico, le sujeté la pierna y tiré con tal suerte que quedó suspendido en el aire unos segundos y cayó con todo su peso: golpeó con la nuca en el cordón y quedó seco. Decí vos que el Flaco vio todo.
Tendría treinta, treinta y cinco años, por la ropa te dabas cuenta que no era un indigente, no tenía aspecto de drogadicto ni de marica. Viste que al atardecer esa cuadra del boulevar se torna peligrosa. Yo acababa de inflar la bicicleta en lo del Flaco. Me estaba dando lata como un mormón y ya sabés como soy, le presté oído hasta que pude zafar con alguna gilada. Dejé apoyada la bici en un árbol y prendí un pucho. Y ahí se me vino encima. El tipo estaba decidido. Me gritaba desaforado. Yo supongo que le sonreiría tratando de calmarlo.
Después con el Flaco lo levantamos y casi arrastrándolo lo cruzamos hasta la clínica. No hubo nada que hacer. El Flaco se volvió para cerrar la gomería y después no se separó de mi lado. El policía que estaba de consigna empezó con las preguntas y el gomero le relató en detalles cómo habían sido los hechos. El uniformado lo hizo callar y entró a apurarme: que si lo conocía al muerto, que qué hacía en ese lugar, que mejor dijera todo para sacarla más barata. Recién ahí tomé conciencia de la situación. A los cinco minutos cayó el patrullero y cuatro uniformados me rodearon. Estás complicado, pibe, me dijo el que parecía ser el jefe. Intervino otra vez el Flaco pero lo cortaron en seco: Usted, cállese. Te cuido la bici y le aviso a tu hermano, alcanzó a decirme.
Me empezó a doler el sopapo, entre la nariz y el ojo me lo había pegado. Bueno, esto habla a mi favor, pensé, y exageré un poco mientras iba en el patrullero hacia la Central de Policía.
Ya ahí, me sentaron en un banco en el segundo o tercer piso, tomaron mis huellas digitales y después pasé a la sala de interrogatorio.
¡El ruido que hacía esa máquina de escribir! Parecía que cada tecla se me clavaba en las costillas, en el cráneo, en los dedos y yo contestaba como autómata, con monosílabos, no me salían las palabras, como si las que podían salir hicieran un contrapunto de dolor con la máquina negra. Una, dos, tres hojas iba llenando ese escribiente y yo contándole cuándo había comprado la bicicleta, cuánto hace que lo conozco al Flaco, que al muerto no lo había visto en mi vida, que la cubierta se me desinflaba cada tres días, que vivía solo con mi hermano, que le agarré la pierna en el aire desde el suelo y se desnucó.
Fueron horas de declaración y a medida que se llenaban las hojas sentía que me estaba complicando.
Cuando me acostumbré a tolerar el golpeteo de las teclas me vi sorprendido por el timbre de mi voz. No era mi voz la que hablaba. Era una boca desenfrenada que no paraba de hablar. Decía cosas que desconocía y te aseguro que no hubo ninguna presión ni física ni psíquica. Creo que el primer escribiente se cansó o se le habría acabado el turno porque vino otro morochito que escribía con dos dedos solamente y me hacía callar, que le repitiera dos o tres veces la misma frase, pero yo, o la voz, estaba desbocada y el pobre tipo tuvo que pedir auxilio.
Y apareció ella. Pasó fugaz por un costado del escritorio. La firmeza de su andar golpeaba sobre el parquet del despacho. De uniforme azul entallado, sus pechos eran faroles brillantes y sobre ese brillo el de una plaquita dorada con el nombre de Alicia y en sus hombros unas tiras que se movían ante mis ojos como un calidoscopio. Y más arriba, una tez blanquísima y una boca pintada de violeta que ocupaba gran parte de la cara. Los ojos eran pozos oscuros como estrellas negras: imperturbables, invitadores, desafiantes. El pelo estirado hacia atrás, sostenido con un gel, amontonado en la nuca en un rodete con un detalle rojo de bijouterie.
Del resto de su cuerpo apenas si puedo hablar. Pero eran sus manos las que acechaban. Me dijo: a ver, continúe, y se me quedó mirando fijamente, con las manos en posición de largada . Manos sin sol con uñas cuadradas pintadas de negro azabache. No sé si eran manos para acariciar espaldas. Los dedos empezaron a tamborilear sobre el techo de la máquina de escribir con un lenguaje de sonidos en clave: golpes secos de yemas, golpes agudos de uñas, más uñas, más yemas, un despertar de pájaros al amanecer, un tropel de tacos agujas sobre el asfalto, un ronroneo de pájaro carpintero sobre la madera. Continúe, señor, me animó. Y el ritmo de su tamborileo se acomodó en mi lengua, se instaló en mi garganta y la voz extraña se apropió de la palabra. Los ojos de la mujer se iluminaron. Sus pechos se movían al compás de los dedos como si escribieran en el aire una invitación lujuriosa. Ya no eran diez, sino veinte, cien dedos los que golpeaban las teclas, las vocales con las yemas, las consonantes con las uñas. Los puntos y las comas eran golpes certeros de su meñique izquierdo y con el canto del pulgar un sonido impaciente separaba las palabras. Mientras esa voz hablaba por mí, me quedé mirando, en asombro creciente, el despliegue fantástico de esas manos sobre el teclado. Con movimientos precisos corría el carro tras los renglones; era una obstetra extrayendo cada hoja nacida, un relojero colocando la nueva pieza en el carro triunfal del tiempo. Los primeros folios quedaron ordenados en un ángulo del escritorio, en equilibrio inestable. Los siguientes, pan caliente, fueron cayendo en el parquet: un manto de nieve se fue formando hacia la madrugada.
Poseído en el teclado, salía de mi hechizo cuando desde las carnosidades violetas brotaban palabras como preguntas que cerraban el grifo de la voz extraña, una voz por demás intolerable, un tono aflautado, una modulación soporífica, con la persistencia de la noria.
La mujer, si acaso alcanza ese nombre para definirla, tras dos, tres horas de acción, apenas si había modificado su postura. Algún carraspeo, un preciso movimiento para tomar un vaso con agua mineralizada, sin darle tregua al teclado con la otra mano, un llevarse el vaso a la boca con pasmosa morosidad y posarlo con suavidad en la madera. En las gotas de agua que se demoraban en el violeta estallaban reflejos de caireles, hasta que un hábil raspar de la palma los hacía desaparecer. Sí fue cambiando el uso de los instrumentos sonoros. Poco a poco las yemas se silenciaron y las uñas lse adueñaron de todos los vocablos. Uñas que iban perdiendo sus cuadraturas: astillas frecuentes eran amordazadas en el interior del tajo violeta y expulsadas en brusca erupción. Mi oído, atento aprendiz de la sinfonía, captó frecuentes rupturas en el ritmo, de rápido olvido ante la arremetida al teclado del carromato.
Mis oídos sintieron un leve fastidio: la voz, más aflautada, casi histérica, desgranaba lugares, escenas, recuerdos en los que yo era un actor de reparto. Mis ojos, embelesados en la botonera de un bandoneón sin fuelle, consolaban a mis oídos.
El violeta comenzó a moverse con mayor frecuencia. Sobre la frente de la mujer corrían gotitas espesas como miel que morían en la maraña espesa de las cejas: como estalactitas se iban solidificando en sus bordes y desde ahí despedían fugacidades luminosas que me obnubilaban. Mientras el violeta preguntaba, los dedos uñas ya no tamborileaban sobre el techo. Entrelazados en el aire, crujían sus falanges, truenos sordos, entremés en la tormenta. Pude ver que los párpados eran nubes que menguaban las lunas negras y que en rápidos pestañeos buscaban encajarse en el cielo de los ojos.
La voz, infatigable, continuó con su retahíla monocorde, ausente de mí y de ella.
Lentamente, el ritmo de las teclas fue sonido de ventilador de techo al apagarse.
Cuando la música de los dedos cesó, la mujer, en un gesto entre coqueto y felino, desprendió la bijouterie de su rodete, soltó su pelo larguísimo y sacudió la cabeza: fue un alboroto azabache en el aire. Reclinó su cuerpo, apoyó los brazos, las manos en cruz, sobre el techo y la cabeza cayó. Una cobija oscura cubrió el folio inconcluso.
Las palabras de mi voz siguieron sin freno, a capella, hasta que, posiblemente, se desvanecieron.
Miré alrededor. Dos policías dormían en un banco. La puerta estaba abierta. Salí a un amplio salón. Mis pasos resonaban en el damero del piso. Busqué la escalera. Peldaño a peldaño fui bajando. Al llegar a planta baja, un uniformado adormilado, desde atrás de una ventanilla, me dijo buenas noches, y salí a la calle.
El la vereda de enfrente, el Flaco me esperaba con la bici. Me dijo algo sobre la telepatía, con su tono de sermón de adventista o fanático militante. Fuimos caminando, bici en mano, hasta la plaza. Ausente la música de las yemas y las uñas, la voz familiar del Flaco me resultó insoportable.
Estoy cansado, Flaco, le dije.
Monté la bicicleta y me vine a casa.
Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/
Qué hermosas metáforas.
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