Yo vi cómo se lo llevaban



Vi todo. Sigo viéndolo todos los días, me persiguen esos portazos a las tres de la mañana, el tropel de botas avanzando hacia el dormitorio de Aníbal, los gritos de mi madre y el milico que la empuja haciéndola caer. Yo escapé por la ventana de mi pieza, salí al patio y me aterrorizó ver, a la luz de la luna, la silueta de los soldados apostados en el fondo del patio, sobre el paredón. No me vieron, si no, no cuento el cuento. Me escondí en el lavadero y desde allí escuché los gritos del que mandaba el operativo, los gritos de dolor de mi hermano. Vamos, dijo el jefe, y los dos apostados se bajaron. Ahí fue cuando me crucé un campito y di vuelta a la manzana. Y me quedé viendo cómo se lo llevaban. Le habían puesto una capucha negra, las manos atadas con sogas a la espalda, descalso, casi desnudo, con el frío de esa noche de julio. Quince años tenía yo. Aníbal 22. No éramos muy unidos, no, él había comenzado a trabajar en la Renault, había hecho el secundario en el industrial y le gustaban mucho los motores. Yo andaba con la pelota en los pies. Mi tío me había llevado a probar en General Paz Juniors y pasé el examen. Allí fue que me hice amigo de Manuel, éramos del mismo barrio y viajábamos juntos en el bondi a los entrenamientos. Hablando pavadas o grandezas, le conté de mi hermano, le dije que era guerrillero, de puro agrandado nomás. Y él me dijo que su hermano era Teniente Primero y que estaba en los operativos del Ejército. Supe que había metido la pata y para tratar de sacarla le dije que a mí también me gustaría andar en esos operativos deteniendo a los tirabombas. Cuando se lo conté a mi hermano él me pegó un chirlo en la cara. Pendejo de mierda, me dijo, preocupate de patear bien la pelota y abrí los ojos, no sea que te hagás un gol en contra. Esas chambonadas le fui diciendo a Manuel y él hacía como que festejaba mis ocurrencias. Cuando me preguntó dónde vivía le dije que a tres cuadras de donde tomábamos el ómnibus y como no me preguntó más pensé que había logrado despistarlo, hasta el maldito día en que se me cae el carnet del club, lo encontró Manuel. Benito R. González, Azcuénaga 332. A la vuelta de casa, me dijo, pensé que vivías más lejos. A la par de tu casa tengo una noviecita, la Rosaura ¿la conocés? Sí, balbuceé, me puse colorado, porque la Rosaura fue y será mi amor adolescente, linda la Rosaura, lástima que nunca me dio bola y encima era hija de un policía. No hablamos más del tema. Venía el mundial y era de lo único que se hablaba. Me acuerdo cuando una tarde lo veo venir apurado al Manuel a la parada del bondi, orgulloso, se saca la campera y me muestra una remera blanca con la leyenda: los argentinos somos derechos y humanos. Tomá, me dice, y me dio una calcomanía para que la pegara en la carpeta del colegio, con la misma leyenda. Por supuesto que no la pegué, si no Aníbal me mataba. Él hablaba poco, como yo, pero a la hora de comer nos daba la cantilena a mi vieja y a mí. Menos mal que no se la mostré. Ese mediodía puso sobre la mesa una calcomanía con el gauchito del mundial atrapado en una red de alambres de púas. El silencio se rompió con aquellas palabras de la vieja nacidas vaya uno a saber dónde. ¡Cuidate, hijo! Al día siguiente se lo llevaron. Varias semanas después volví a los entrenamientos. Me dijeron que Manuel se había ido con la familia a Buenos Aires.

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