Festejo de la primavera en la once.

 



De quién fue la idea poco importa saberlo. Seguramente de Federico o del Dino, de los más artistas o de los de espíritu creativo más alerta. Cualquiera pudo haber sido, o todos a la vez.

Ya teníamos unas decenas de asesinatos en los pabellones. Ya había compañeros que apenas si podían moverse como consecuencia de las palizas cotidianas. Teníamos compañeros recuperándose en enfermería. Estábamos hambrientos, sucios, golpeados, aislados en absoluto, a merced de la irracionalidad de los criminales que a diario nos daban su medicina.

Pero era 21 de septiembre, era el día de la primavera del fatídico 76.

Después del mate cocido de la mañana, del desayuno con el resto de pan de los que sabían administrarlo, o de beberlo a palo seco, como una parte sustancial del escaso alimento, comenzamos los preparativos.

En el espacio que quedaba entre las dos filas de camas dispuestas en contra de las paredes enfrentadas a lo largo de la celda ( tendría doce metros de largo por seis o siete de ancho), nos fuimos sentando de dos en dos en un improvisado trencito sin vías y sin ruedas. A la voz del maquinista, uno que conducía el tren, salimos de excursiones rumbo a un parque cercano, cruzamos un puente hasta al río Suquía, fuimos adonde la imaginación nos llevó. El tren se movía con lentitud. Íbamos riendo, compartiendo canciones, mientras el guía nos mostraba las bellezas del trayecto. Veíamos mujeres hermosas, saludábamos a los paseantes que nos miraban con ojos exorbitados. No sé cuánto camino recorrimos, ni sé a dónde llegamos. Sí, bajamos del tren con nuestros bártulos imaginarios: las gaseosas, los cigarrillos, los sanguches, y nos dispusimos a asistir a un desfile de reinas y a la coronación de la más bella. No recuerdo a todas las princesas. Sí recuerdo a la ganadora. El cetro recayó en la princesa Dino, quien con trozos de cobijas lucía un turbante exótico y vestía casi desnuda mostrando sus piernas y sus pechos. Imborrable la sonrisa feliz de la elegida. Los aplausos, las vivas, abrieron paso a recitados, canciones, festival de cuentos, representaciones, proyecciones de películas con la cámara magistral de la mente de Federico.

Había vigilancia del territorio. Un ojo visor, ayudado por un trocito de espejo, cubría la posible entrada de la patota.

No sé si ese día vinieron a visitarnos los gallardos militares.

Tal vez se sumaron a la fiesta dejándonos en paz. Y si vinieron, pudimos esconder el tren y los disfraces y cuando se retiraron con el saldo habitual de contusiones y blasfemias, habremos seguido con nuestra fiesta, la fiesta de primavera más hermosa, la que nunca olvidaremos los presos que compartimos aquella celda del pabellón de la muerte de la penitenciaria.

Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/

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