Era octubre o noviembre de 1975 cuando, tras el sobreseimiento provisorio del Juez Federal Humberto Vázquez, a las ocho de la mañana fuimos Juanita Julia y yo llevados desde la Penitenciaría de San Martín al Departamento de la Policía Federal en un vehículo de la repartición. Permanecimos hasta el mediodía allí, en la esquina de Hipólito Irigoyen, escuchando el rugir de la avenida, viendo por el ventanuco de esa habitación del subsuelo el paso de la gente, oyendo sus conversaciones en libertad. Era previsible la razón del traslado. Un trámite para comunicarnos que quedábamos a disposición del PEN. No todos habían corrido igual suerte. Por las dudas, habíamos preparado el “mono”, nuestras pertenencias, antes de salir del penal. Algunos compañeros habían recuperado la libertad directamente desde la cárcel, otros tras la notificación de la resolución del juez desde las dependencias judiciales. Pero ya estaban López Rega y la intervención directa de las fuerzas armadas en nuestra suerte. Cerca del mediodía, nos notifican del decreto del PEN y nos retornan a la cárcel. Íbamos en un vehículo de la Federal, probablemente un Falcon, no verde sino identificado con las siglas de la policía. El chofer y un custodio adelante, nosotros en el asiento trasero con una esposa compartida. El viaje fue displicente, como de rutina diaria, sin otro vehículo de refuerzo (al menos no lo vimos ni delante ni detrás). En un momento, yendo por la Humberto Primo, cerca del Mercado Norte, Juanita Julia me indica con la mirada que la esposa se le salía de la mano. Fue apenas un impulso, una mirada cómplice como para intentar un escape. Llegábamos a la esquina del Automóvil Club. Era un gentío impresionante. El semáforo nos detiene y la cola de vehículos era nutrida. El vehículo estaba atascado, sería fácil escapar, intentar correr y perderse entre la gente. No nos dispararían, tendrían que abandonar el coche y tal vez nosotros hubiéramos tomado cierta distancia.
Fue apenas eso, el instinto natural de libertad, de hallar una puerta abierta y escapar. No puedo imaginar qué hubiera pasado. Éramos jóvenes dispuestos a todo, pero primó el miedo, no sé si la cobardía. El auto arrancó, cruzó General Paz y ya no se detuvo hasta la puerta de la Penitenciaria. Por varios días lamentamos de palabra no haber tomado la decisión de fugarse. Tal vez no estábamos tan firmes en las convicciones, tal vez hubiera sido perturbar el ejercicio del derecho de opción que aún así nos asistía. Ni imaginaríamos lo que en marzo vendría. De lo que sí estoy seguro es que aún alcanzando la fuga, el refugio, el retorno a una vida ahora sí totalmente clandestina, no era factible que hubiera sobrevivido. Nada se puede decir, pero la continuidad de la militancia y la persecución puntual a un fugado, cuando ya la represión se desataba furiosa, hubiera hecho el resto.
No se aplica aquí el caso de soldado que huye del combate sirve para otra guerra. No hubo tal combate, y puedo seguir contando el cuento.
Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/
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