Viaje en Hércules


Aquella madrugada de septiembre hacía frío. El desalojo masivo de los pabellones ocho y nueve de la Penitenciaria nos alertó como una más de las tenebrosas sorpresas que nos tenían reservados los días en ese infierno de exterminio. Un pelotón interminable de uniformados nos fue conduciendo en fila, con los ojos vendados y maniatados a la espalda, mientras recibíamos andanadas de golpes de puño, de bastones, de patadas. Nos iban subiendo a camiones del ejército o penitenciarios, imposible saberlo, sin indicios de destino cierto. Sobrevolaba en todos el posible traslado final, el fraguado intento de fuga del penal y masacre anticipada. No había posibilidad de resistencia, de diálogo, de preguntas inútiles, de arriesgar por nada el hilo de vida que nos quedaba. El viaje fue corto, apretujados, tirados como bolsas de papas al piso de los camiones, con la profusión de golpes, insultos, gritos, órdenes imposible de cumplir o de dejar de cumplir. A dónde nos llevarían. Los camiones, tras ese recorrido que pudo durar una hora o un siglo, habrían llegado a la base de aviación, dato a confirmar. Fuimos bajados de a uno o dos a tirones, cayéndonos por la oscuridad y la dificultad de movimientos entre un tropel de pies y manos que nos empujaban a marchar en el aire. Atravesar otra distancia que uno imaginaba podía ser hacia un pozo final. Un ruido ensordecedor de motores apagaba los gritos, los insultos, los lamentos de los torturados. Al final del recorrido, como un paquete informe, fuimos siendo arrojados hasta una plataforma de metal, desde donde con los ojos vendados, nos conducían no sin sus acariciadores golpes y blasfemias hasta una superficie fría, nos aplastaban contra el piso e íbamos siendo amarrados con cadenas a unas barras amuradas al suelo, una cadena en cada mano y en cada pies, crucificados. En ruido atronador de los motores, el perceptible movimiento del piso donde yacíamos nos daba clara idea de que estábamos en el estómago de un avión. Luego de acomodar a todo el ganado, ahora los pisotones eran sobre todo el cuerpo, el arma más usada, los borceguíes que se hundían en nuestras carnes y los ayes de dolor pudieron por momentos sobrepasar el bramido de los motores. Y luego el decolaje, las burlas de los uniformados. Ahora van a saber lo que es bueno, vayan despidiéndose de esta vida. De alguna manera sabíamos de los vuelos de la muerte y nos preparábamos, si es posible eso, para terminar allí. Un viento frío entraba por una parte de esa caja de hierro; por descuido y por los movimientos torpes y las golpizas, algunos ojos pudieron divisar el aire, el cielo, como una gran puerta abierta hacia el vacío. Y los simulacros de arrojar de a uno, con sueltas de cadenas para sembrar el terror a esta especial calidad de pasajeros. El viaje continuó por horas, por días, por años, un frío de dolor, de miedo, de impotencia nos fue llevando en las horas, con las carcajadas de los valientes soldados ante el prisionero orinado o defecado en su puesto. Lo que pasó por el corazón y la mente de cada uno de nosotros es imposible de narrar. Cada uno habrá apelado a su dios a su amuleto a su fortaleza a su silencio. Al fin, las turbulencias del aire y de la furia uniformada fueron cesando. El avión comenzó a descender, carreteó sobre alguna pista y se detuvo. Un silencio sepulcral vino luego de que los motores se apagaron. Y otra vez, pero en camino contrario, nos fueron bajando. Era un salto para caer en la tierra y ser levantado a golpes y atravesar una fila doble de insultos, machetes, patadas, escupitajos, con la venda y las manos atadas con cables a la espalda. Un calvario de cientos de metros, de kilómetros aunque pudo haber sido un recorrido de treinta o cuarenta pasos. Y así fuimos depositados en otros camiones más chicos, con vidrios enrejados a sus costados. Desde la caja de esos camiones se veía al chofer y su acompañante. Seríamos veinte, treinta presos amontonados allí. Una vez cerrada la puerta trasera, quedamos solos y eso permitió que pudiéramos hablarnos, alguno levantarse la venda, ver la mañana del mediodía, los campos verdes al costado de la ruta por donde marchaba un convoy de varios camiones transportando la hacienda humana. Dónde iríamos. Ni un indicio. Seguramente a alguna dependencia militar del sur. El terreno era llano y el frío se hacía sentir. Los que íbamos allí llevábamos meses sin duchas, ni afeites ni corte de pelo, con la misma ropa de casi un año, con todas las secuelas de esos meses terroríficos. Y vimos que entrábamos a un lugar con barreras militares, soldados uniformados. La marcha lenta del convoy se introdujo al lugar hasta detenerse. Qué vendría ahora. Fuimos bajando, sin venda en los ojos ni ataduras y una fila de hombres de uniformes blancos nos dan la bienvenida con trompadas, golpes e insultos mientras marchábamos hacía un edificio cercano. De más está decir que el recibimiento era de un nivel menos violento que hasta nos parecía nos estaban acariciando. Nos depositaron en un salón y desde ahí, fuimos saliendo de a uno, conducido hasta el maestro peluquero, que nos rapó pelos y barba, luego a pañón, donde nos dieron el uniforme grueso del presidiario y de a dos, al azar, fuimos poblando las celdas del pabellón que esa misma tarde sabríamos que se trataba del famoso penal de Sierra Chica. Otra historia se iniciaba. Una historia donde empezamos a soñar que la libertad era posible. Habíamos salvado la vida.

Enlace a la Bitácora de Benra Torre: https://rubenpadulablog.blogspot.com/



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