El cuento nace de una anécdota casual, de esas que son capaces de captar el escritor observador y de las que sacará material para sus creaciones: un carro al sol crudo de una siesta, cargado con panes, con un caballo indolente, sediento y con hambre, en una tarde cuyana. De ahí parte el genio creador y los panes se transformarán en fardos de pasto, alimento de ganados.
Entonces, el escritor le busca un antes a esta escena.
El carro está detenido ahí, al rayo del sol porque su propietario se ha descuidado, se ha dejado atrapar por los oropeles que vienen de las sociedades dominantes. Un tren que carga a un príncipe será objeto de reverencia. Nadie se atreverá a cuestionar esa presencia. Solo un aeroplano, que quiere dar la vuelta al mundo,es guía y custodia de un príncipe que recorre los futuros campos a someter.
El embobamiento del personaje ante la presencia del príncipe que será rey le hace descuidar sobre una tormenta que se viene, otra metáfora extraordinaria, casual, se nos viene la noche, necesitamos del agua pero no a cualquier precio.
Cuando el tren pasó tras la zorra sin un saludo de cortesía, el hombre, en silencio, emprende su regreso a su poblado y un mal rayo lo parte. A partir de ahí, deja de ser el hombre el protagonista de la historia, a contrapelo de lo que afirma Sábato de que no hay historia sin la presencia humana. Un rayo fulmina al hombre, que no habla, no dice su último discurso, sino su cuerpo que se achicharra es el que habla.
El caballo, a partir de ahí, perdido en su rumbo, solo lo guía su instinto de supervivencia, necesita agua y alimento. Huele el aroma del pasto mojado que lo husmea, aunque no sabe que va detrás de él, está a su espalda. El no puede voltear la cabeza, girar su cuerpo, desprenderse del carro para arremeter contra los fardos. Mientras, el narrador nos pasea por la naturaleza colorida de pájaros y aromas. Y se interna en el salitral, a merced de otras fieras. La yegua que lo corteja pierde la compostura en el instinto carnal y es atacada y muerta. El espanto del caballo lo sumerge en la sal y ahí queda. Los días, el tiempo hará el resto.
La liviandad de la osamenta permite que las varas se dirijan al cielo y entre los correajes queda enganchada la cabeza del animal. Serán los buitres, los jotes, los carroñeros que vendrán por el resto. Ellos y la acción fulminante de la sal dejarán los blancos huesos, y el blanco madero del carro. Pero siempre habrá una primavera. Vendrán los pájaros celestes, las palomitas embarazadas de amor, y anidarán en los huecos sombríos de la cabeza del animal y mañana serán trinos que surgieron en esa desolación.
Una primera reflexión teñida de crítica social y política, sin que se nombre apenas un príncipe o una Europa. O a un patrón y un peón. Nadie reparará en él. Fue tragado por la tierra y ni señal de cruz le corresponderá.
El clima de tensión, las vivencias en la agonía del animal no tienen características humanas. Es el animal el que nos habla, desde su instinto. El hombre, el narrador, no introduce ningún patrón humano para ensalzar esa agonía. Y su muerte es la de un hambriento, en medio de la sal, rodeado del alimento que hubiera podido salvarlo. Cuando habla de las islas o los oasis, donde acuden los que viven al día, saben que mañana o pasado eso se agotará y deberán procurarse otro lugar de sobrevivencia, si es que pueden sobrevivir a la disputa de las migajas en la isla.
Conjunción de belleza en la desolación. Imágenes inolvidables por su crudeza y su belleza. Un final que reconcilia la esperanza. La vida continúa, a pesar de todo. Bastarían tres o cuatro imágenes para decir por qué este cuento es y será referente de la alta literatura, entendiendo altura no como cenáculo o poder, sino simplemente arte literario. Claro, la posición, la mirada social del autor, justifica el inútil silencio al que se lo ha querido someter.
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