Todo empezó cuando una concejala del bloque de la mayoría fue al baño, en un alto de las secciones ordinarias. Precisamente, se estaba tratando el informe sobre los gastos de remodelación del edificio del Concejo. La empresa contratada había hecho un buen trabajo. Las paredes lucían impecables. Lustrosas las butacas; los vidrios, biselados. El cincuenta por ciento del gasto, está de más decirlo, fue sufragado de su peculio por los propios representantes del pueblo. Recordemos que había pasado el 2001, y el “que se vayan todos” repiqueteaba en los oídos de los ediles electos.
La concejala de marras no es de esas mujeres que no se sientan en otro inodoro si no es el de su casa. Acostumbrada a tertulias de bares y restaurantes, esperas en terminales de micros o aeropuertos, ha cagado, en suma, en retretes y toilletes. Más aún, siente fascinación por conocer el baño de cuanta casa es invitada. Aunque no tenga necesidad, va, por el gusto de curiosear.
El edificio donde funciona el Concejo Deliberante fue alguna vez la Asistencia Pública, un lugar histórico con una gran sala en la que los representados esperan ser atendidos en sus inquietudes, o aguardan las dádivas los punteros. Las oficinas de los ediles rodean la sala. Repartidos por bancadas o afinidades, comparten entre dos o tres un espacio con sus correspondientes secretarios. Una plaquita de plástico es la única identificación, similares a las que señalan los baños del concejo: dos para el público, hacia la izquierda, dos para el personal, hacia la derecha. Con los símbolos de polleritas y pantalones para evitar confusiones.
Es así que los varones concejales comparten el baño: un mingitorio, un inodoro, un bidet y la piletita original de la Asistencia, que ha perdido gran parte de su enlozado. En el de las mujeres, se cambió el mingitorio por un espejo biselado. Por otra parte, una inversión austera y sugestiva.
Democráticamente, se proveyó a cada oficina de una llave, pues acordaron en sección extraordinaria que debían permanecer cerrados, no para no darle cabida al pueblo, como puede suponer alguna lengua biperina, sino por una cuestión de “sentido común”. Así quedó expresado en el libro de actas.
Y allá fue la concejala, llave en mano, urgida tras la maratónica sesión –siempre son maratónicas las sesiones– a verter las aguas.
Cuando tomó la manopla para tirar la cadena, vio, escrito con rouge, un garabato nítido sobre la blanca pared. Con parsimonia, calzó sus anteojos y leyó:“peronistas yeguas”. “Le causó gracia. Tomó el delineador y agregó:”Sí, cuiden a sus potros radicales”.
Y se desató el rumor. Llegó a oídos de los hombres y el que se atrevió primero fue el presidente de la bancada opositora, un intelectual de fuste. Con carbonilla, desvirgó la blancura del aposento de nalgas:”Radicales pajeros”.
Irreproducibles expresiones fueron tiñendo de literatura las paredes de los baños. En los pequeños espacios se iban resolviendo augustos conflictos palaciegos. Tachones y enmiendas sin nombre y apellido. Un ordenanza, grafólogo en ciernes, desde los cestos de residuos armaba rompecabezas con los manuscritos de las sesiones, clasificando trazos. Y, como siempre, hubo prensa amarilla dispuesta a comprar tan valioso material.
Fue un desfilar constante, sin recatos. Estaban tratando el presupuesto anual cuando el Presidente avisó al secretario que se retiraría un momento, conducta insólita para quien venía dando muestras sobradas de asistencia y permanencia en el recinto, de principio a fin de cada sesión. Las miradas lo siguieron. Tal vez, algún perspicaz alcanzó a percibir cómo su mano derecha jugaba con la llave en el bolsillo.
Al llegar a sus oídos, ambas conducciones partidarias bajaron la orden terminante de acabar con el juego. Hombres y mujeres grandes, habráse visto, se lamentaba un patriarca del recinto.
En reunión secreta, sobre tablas y por unanimidad, se aprobó la moción presentada por la comisión de asuntos internos: un baño para los radicales, sin distinción de sexo, otro para los peronistas. Los de izquierda y bloques personales o independiente resolverían a conciencia el dilema de ir a evacuar a uno u otro lugar. Escucharían ofertas.
Un domingo, espátula, pintura y pincel en mano, cada bancada blanqueó el suyo; la convivencia quedó reestablecida. Un cartelito rojo en uno, azul el otro, dividió las aguas a verter. El cerrajero, abultando sus honorarios extras dominicales, se avino a cambiar las combinaciones.
Un “Plan Trabajar” de cada signo político se encargaría de la higiene y ciudado respectivo.
Ya se sabe que los bloques no son tales. Las diatribas internas se extendieron en las nuevas blancuras; pero no hay nada mejor que ir a cagar con una literatura afín.
Nadie puede negar lo conveniente de lavar los platos sucios en la propia casa. Son secretos de alcoba guardados bajo siete llaves.
Comentarios
Publicar un comentario