Distribución del rancho carcelero


Ya se sabe: un cucharón nunca es igual a otro. En uno pueden caer tres pedazos de carne y en el siguiente pura papa o fideos. En un rancho normal, la miseria del plato de hoy puede tener su compensación mañana. Pasa en un restaurante y mirás el cacho de filet que le tocó a tu amigo que el tuyo parece una mojarrita. No hay hambre atrasado y, en última instancia te comprás un pebete por ahí y zafás. Pero cuando llega el rancho a la celda de los incomunicados del mundo, de los aislados sentenciados a morir sin otro plato de comida diaria que el que viene en ese rancho, no podés darte el lujo de dejar los platos como están. Alguien tiene que poner un poco de equilibrio en el azar del cucharón, o, incluso, en la mala leche del dueño de la mano que maneja el cucharón, que a uno le pone agua sucia y al otro lo rebalsa. Entonces, en la celda del fondo del ala derecha del pabellón ocho de la Penitenciaria de Córdoba, en este atroz 1976, el responsable del día, el que ya ha puesto un poco de justicia en el reparto del pan, con un par de colaboradores designados al respecto, ordena el recibimiento de los platos, los coloca en la mesa improvisada para el almuerzo (dos o tres camas despojadas de sus colchones) y procede con pulso de cirujano a sopesar las diferencias. Un pedazo de carne para acá, esas papas para allá, un poco de líquido a este pastoso y la operación de reparto debe ejecutarse con celeridad, por el frío del invierno y el hambre feroz de los comensales. Veinte o más hambrientos, comedidos veedores, que asisten con hidalga actitud de espera a que el responsable dé la voz de aura para abalanzarse a retirar su ración. Lo que viene después es la dispersión, cada cual en su postura cotidiana, a sentarse y proceder a devorar el alimento con su ritmo y orden preferido. Esto tiene mucho que ver con la presencia o no del marroco, el pan de la cárcel repartido a la mañana. Esa es otra historia. De lo que sí puedo testimoniar es cómo alguno de los presos no puede comer ese pedazo de grasa. Restos de orgullo culinario. Más de una vez, he tomado un pedazo de pan y como postre del almuerzo, ensanguché esa grasa y la he comidocomo un manjar.

No hay peleas ni disconformidad. No todos comemos la misma cantidad. Los hay equilibrados que son capaces de pasarle al compañero su resto de comida, o, al menos el plato vacío para que lo limpie con su pedazo de pan. La mayoría nos quedamos con las ganas y faltan veinticuatro horas para un plato más o menos suculento. La cena son sopas, caldos con lo sobrado del almuerzo, por ahí con unos fideítos flotando. Pero qué importa saber que faltan veinticuatro horas, si en ese lapso ocurren, pueden ocurrir los más dramáticos sucesos.

Distribuir el rancho: pone visible la actitud solidaria ante situaciones extremas. 

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