El Falcon del Manco Rodríguez descansa a la sombra de un árbol a la vuelta de la casa de mi suegra. Hace más de un mes que está ahí, cagado por los pájaros.
Entre versiones disparatadas y verosímiles barajamos la suerte del Manco.
–Habrá terminado con un palo en la cabeza –dice mi suegra, despechada.
No sería ella quien hubiera partido la cabeza del hombre que le despertó lo indecible casi sin nada a cambio.
Hará un año, el Manco Rodríguez entró a la casa de Amalia, mi suegra, luego de que la llevamos con una amiga al baile de jubilados peronistas. Habíamos decidido con mi mujer quedarnos esa noche, acompañarla, y la vimos bailar con él, y él vino a la mesa y quedamos en que el domingo compartiríamos un asado.
Un bailarín sobrio el Manco,esa noche fue el deleite de cuanta mujer entró en sus brazos. Prometió llevar unos chacinados de las sierras y un par de vinitos pateros; que iría con Juan, un amigo, que no lo podía dejar solo.
Quizás el yeso recién colocado en la pierna de Juan obligó a Rodríguez a estacionar el Falcon frente a la casa. Fue la única vez. Nunca le pregunté por la razón de que estacionara el vehículo a varias cuadras. Es posible que esa mañana le haya pasado una franela; la capa de pintura borravino había perdido el brillo, y bastó acercarse un poco, raspar con la uña para encontrar debajo el verde funesto de la marca. Si no fuera por las abolladuras y manchones se hubiera dicho que el auto estaba bien plantado. Un poderoso fierro con cuatro décadas encima, y el peso por la infamia de los genocidas. Le pregunté desde cuánto tenía el coche me dijo que lo había comprado en una subasta y que era una larga historia de la que mejor no hablar. Sí se entusiasmo hablándome de portaequipajes gigante que había comprado por monedas y que le había permitido llevar grandes bultos en sus periplos por los pueblos.
Pasa largamente los setenta, la edad de mi suegra. Desde que la conocí a Amalia, ya viuda, nunca la había visto tan serena, diría hasta feliz, con una energía que sorprendía a mi mujer. No quisimos interrumpir el sueño, atentos, vigilantes, por si hubiera algo que dañara la reputación o los bienes. Pero el aire señorial del Manco aventó sospechas, se granjeó rápidamente mi simpatía, coincidimos en política, en futbol, una mirada similar sobre la música, la ductilidad asombrosa de quien sabe caer bien con quien sea. Reservado, no dejaba de demostrar que estaba en conocimiento de las cuestiones que se ventilaran en la mesa, al tiempo de escuchar, sin altaneras interrupciones, lo que los demás querían que se escuchara.
Ubicuo y cariñoso, Amalia lo miraba deslumbrada. Mi mujer me dijo que nunca le habría ofrecido a su padre una sonrisa así, tan abierta; y por eso decidimos seguir con el juego del amor tardío.
Poco a poco se aquerenció. Pasó a ser una pieza cotidiana. Le disculpamos sus tardanzas, silencios y pasado. La apostura indubitable que mantenía en la distendida mesa, no habilitaba sospechas de un fatal desenlace. Sus viajes y salidas continuaron en la reserva y a no ser por viejas mañas, todo parecía indicar que el trotamundos vendedor de baratijas soltaría anclas donde el ofrecían lecho, baño y comida.
En esos domingos u otras ocasiones, con el vino abridor de la palabra, el Manco fue contándome su historia.
Ahí anduvo él, llevando su mercadería por itinerarios despreciados por las compañías distribuidoras ; desde lejos se divisaba la polvareda y ya más cerca, el ronronear del Ford y los bocinazos alertando su llegada.
Es de imaginar esas salvas que preparaban los ojos al asombro, para escuchar las fantásticas explicaciones de este aparatito cortador de legumbres o una pomada mágica para el calzado.
Al fin de cuentas, esa historia de espejos y caireles no es nada original; se viene repitiendo desde los conquistadores y el Manco daba su mano de cal emulando a los poderosos pero ponía también su arena como nexo con las grandes poblaciones. ¿Quiénes se atrevían a semejante odisea por caminos inexistentes en los planos?
Semidiós, bonachón y misterioso, retornaba con el baúl flaco y gordos los bolsillos, para despilfarrarlos entre putas y truhanes, según palabras de su amigo Juan.
Hasta que la puerta grande se abrió de par en par y los contenedores acercaron con la facilidad de las comunicaciones las últimas chucherías de Taiwan o Singapur, compitiendo mortalmente con el pobre mercachifle de las pampas. Comenzó el derrumbe. Las giras más esporádicas. Los tour de compras extenuantes hacia el Once en colectivos sin habilitación para cambiar monedas en la gran urbe procurando la novedad.
La clientela menguaba por el éxodo a centros poblados o por el abandono de los caseríos. Con esas taperas se fue encontrando el Manco, sin esos platos gustosamente servidos, ni los frutos de la tierra con que premiaban su constancia, o las voces conocidas que se fueron yendo. De cada gira traía una nueva ausencia.
Entretanto, el Falcon sufría el abandono corporal de su dueño: nuevos herrumbres y ópticas desechas, un tapizado rotoso cubierto con una manta, el motor exhausto, gastador y mañoso, con amortiguadores inexistentes y ataduras de alambres para siempre.
Era hora de cambiar los rumbos. Qué mejor que su habilidad de bailarín para entrar en otros círculos sociales.
La amistad forjada con el novio mecánico de la amiga de Amalia le facilitó los arreglos más urgentes para que el Falcon llevara a las dos parejas a los bailes de la zona o a un fin de semana en las sierras del sur. Y las giras continuaron. Ahora Amalia lo acompañaba, y eran como giras turísticas; cambiaron los pueblos fantasmas, anegados de polvo y olvido sin las vías del tren por villas más paquetas llevando novedosas apariciones de los conteiner del todo por dos pesos.
El viejo Juan me dijo que lo vio dormido en su camastro antes de salir a su reparto madrugador del diario y cuando volvió al mediodía encontró un desorden mayúsculo. Le llamó la atención pues el Manco no es un hombre descuidado. Dijo que ya había ocurrido años antes, cuando el compañero de habitación le había hablado de una historia de piernas, y supuso que se trataría de algo parecido, que pronto retornaría.
Queda aguardar su retorno, ya cargado de achaques, ya con su registro actualizado de taperas y puertas con dos vueltas de llaves, si acaso no fue a parar con sus huesos en el camastro abandonado de algún caserío donde alguna noche tuvo venta de enseres y canje de amor.
Espío la inmovilidad de la máquina a la sombra del árbol callejero. Ya ha perdido un par de ruedas y el portaequipajes . Vendrá la grúa o seguirán los cirujas. O vendrá el Manco o su fantasma a llevar al Falcon a morir en la grieta abierta de la historia.
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