No iba a ir. Por esas imbecilidades que solemos tener con frecuencia: caprichos o prejuicios adornados de principios. Obtuso. Cuando vi la noticia dije voy a verlo y después no, dije no. Ahí no. Falacias de inmaduro. Que no pisaré ese lugar porque sepultó una parte sustancial de mi historia. Que en la tierra de ese lugar encontré cobijo a mi regreso del infierno. Cataplín, cataplero.
Pero no. Era otra cosa, era el miedo a perder una ilusión, a no hacerme cargo de lo que pueden los años. Temor de volver a ver a Joaquín después de veinticinco años.
El afiche decía a las 21 horas. Eran casi las diez de la noche cuando subí por las escaleras mecánicas. La chica de la recepción me brindó una copa burbujeante y me guió hacia el salón. Dijo que el artista aun no había llegado. Se habían acabado los canapés y sanguchitos y no me encontraba ahí. A las once me estaba yendo cuando lo vi venir. Como yendo al ring, como saliendo de camarines; enfundado en un sobretodo oscuro, mal estrazado, zapatos deformes y el pelo revuelto, la barba desparramada, de lampiño. Detenido en los años, reo, ni un detalle que amoblara el lugar: artista, sería festejado por todos. No era una pose, los fastos títulos lo depositaron allí y creo que se reía. O reía borracho para soportar tanto descalabro. Una pareja lo acosaba, él se dejaba ponderar, asentía, cuando lleguen los catálogos les firmo uno, dijo. Es muy difícil atrapar a un artista que expone su obra. Lo reclaman, es parte del espectáculo; dócil, sonreía, abrazaba. Lo miré alejarse, andar como alegre, en el aire, en las nubes, tal vez preguntándose qué estaba haciendo ahí. Y lo que puede la fama, o el renombre. A un artista el poder le perdona todo, hasta le compra sus obras.
Respiré aliviado. Esperé el paso del furor ficticio de muchos asistentes. Esperé los abrazos con los viejos amigos, el saludo formal con el dueño de la sala, la plaqueta del auspiciante, que le mostró el catálogo; la sonrisa de Joaquín, le dijo que sí, que interpretó correctamente, y sí, el arte de la construcción y la construcción del arte, un juego de palabras, una chanza del carilindo en representación del dueño de las moles inteligentes que se levantan por las cercanías.
Dentro de quince días el artista volverá a la ciudad y ofrecerá una conferencia para referirse a su obra, cómo interpretarla. Hombre y naturaleza. El papel para fijar el tiempo, para marcar el hoy en el mañana. Ese papel que se abolla, se mezcla, se arranca de los escaparates, se funde, se forma, se forja y el creador amasa y da el color y un baño de resina como un pin para atrapar y encarcelar la obra. De qué obra hablará Joaquín, cómo explicará su trayectoria en el arte, desde aquellos tugurios en los que dejábamos empeñados el reloj para una jarra más de vino hasta este hoy que empeña la creatividad a los grandes proyectos inmobiliarios, a los dueños de la soja, de la madera, de los sanitarios. Desde aquellas noches en las que mal canjeábamos los cheques del trabajo para un intento más en la ruleta de Carlos Paz a estas que a contratapa entera se anuncia al artista para jerarquizar el living de los country. Desde aquellas mañanas de planear una barricada en el conventillo del costado del motel hasta esta puesta en escena en el exquisito emprendimiento del poder. Desde aquella pocilga del japonés, alumbrados a velas donde surcaban la oscuridad las fosforescencias de las anfetaminas y los porros hasta estas dicroicas trazadoras que enfocan el detalle inmarcesible. Desde aquellos primogénitos tetra break con los que sobrellevábamos las noches de trabajo para engalanar el primer festival de teatro hasta estas copas con champagne frapeado en la distensión de los satisfechos, de los que se dan una vuelta por el arte para no perderse la postal.
Me le acerqué, me miró, percibí su confusión, no me reconocía, que los años nos desfiguran, nos olvidan, que veinticinco hacen lógica la desmemoria. Corría con la ventaja de saber que él iba a estar ahí. Pude ser uno más a los que sonreía, saludaba, pero no, mi estilete se metió en su turbación. Lo abordé, lo miré, me miró, estaba casi borracho, me enfocó, acerqué mi cara a su cara, su interrogante, lo tomé de los hombros, quién sos, me metí en sus ojos, no hay palabras, escobilló sus pupilas, encontró mis ojos, los ojos, sí, me reconoció y el abrazo interminable. Que yo lo lleve a él en mi vida pudo hasta desconocerlo. Pero la emoción de él fue genuina cuando nos llenaron dos copas y brindamos abrazados. Porque hay que estamparlo con la pulsión de la sangre, dejarse arrebatar por las anclas del fondo y que emerjan las marcas insoslayables.
Y me dice no fue blanca sino azul la luz que divisó más allá de la tapia del cuerpo y del alma que se le iban. Que pasan mujeres sin que dejen marcas y esta última treintañera ya resulta insoportable. Que del ochenta y tres en la bohardilla del teatro hasta el dos mil doce de director artístico del museo está en las paredes porque la plaza es buena y hace falta urgente el mango. Y me acuerdo cuando debía llevarlo empujando su borrachera. Porque yendo a conocerte a vos, me encontré con Sergio, que anda entre los sueños que nos han querido desaparecer. Porque conservo los bocetos en cartulina tapa azul y son los cuadros que lucen las paredes de mi casa.
Me presentó al responsable técnico, y el guaso cordobés se atribuyó todos los logros. Pusoplata y confío en que el amigo era una buena inversión. Si no fuera por él las esculturas hubieran quedado truncas y los cuadros desmantelados, dijo. Por él ha pasado la flor y nata de la pintura y su autovaloración saltó en chispa desde sus ojos, con más champagne que convencimiento.
Encontré a Charly, amigo del alma de Joaquín, otro bicho raro del arte y le confesé mis temores ocultos y le escuché su historia de salud, de vida, de creación. Que ya de grande volvió a su novia de los catorce, pero no anduvo, me contó, y basta de talleres, de muestras, de hipocresías, si al fin y al cabo cuando explico me hundo en mis propias confusiones, confesó. Harto de pintura, es otra cosa y solo la petición del amigo lo obligó a una muestra compartida. Ahora, ser jurado sin remuneración alguna. Justo cuando entró el fotógrafo de la vidriera del poder, o mejor, la vidriera de los que se asoman a ella para estar en las casillas de los poderosos. Y esa foto saldría en la revista infame y estamos los tres, abrazados, Joaquín, Charly y yo, como hace treinta años, más todavía, cuando nuestras vidas estaban enlazadas en sueños, en viajes, en despertares, en búsquedas, en descubrimientos. Y los satisfechos nos mirarán en esa postal que arrebata el tiempo, lo condensa en una mirada de reencuentro y el fotógrafo sonrió como quien está por encima de todo, más allá de todo. Importaba la nota, la venta y salvar el pellejo chamuscado, si es que llega a eso.
Un señor trajeado y de corbata le marcó a Joaquín, con la mirada, el ser uno de los sostenedores de la muestra, que ya ha comprado uno de doce mil, le dijo con aires de entendido, soportando el mal olor del aspecto del artista, quien al menos no le vendió carne podrida.
Cuando llegué a casa me sorprendí del tiempo, no estuve ahí ni una hora y, sin embargo, sentí haber cruzado el puente de varias décadas. Hay un espacio de oprobio como una cuña: silencio, distancia y muerte. Antes de él nos bifurcamos por dos ramas de la rebeldía. Después del interregno atroz, el reencuentro en el trabajo y en lo cotidiano hasta que la vida nos desperdiga.
Hoy, zurcimos los baches y nos quedamos con los afectos.
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