Un tejido negro labraban otras manos.
El primer punto lo puso el aullido de la calle, y abrió paso a alocados puntos sucesivos.
Antes, crecía el abrigo para un niño. Ahora, un camino de idas y venidas en la búsqueda de ese niño para abrigarlo.
Las agujas de la abuela guardaron silencio, como dormidas en el sillón cobijadas por la lana ya tejida; mientras las otras jugaban con el ovillo en el suelo, trenzando puntos siniestros, mortajeando la esperanza. Punto en cruz. Punto cerrado. Punto arrancado. Punto muerto. Puntos para clavarse en los dedos de la vida.
Aún así, en el tejido sin concluir de la abuela se conservó un frescor insobornable. Las polillas del olvido huían espantadas de su lado. Una aureola cubría su integridad. Jamás nadie se atrevería a usarlo como trapo de fregar conciencias.
Las quietas agujas, cómplices en la búsqueda, no pedían a su dueña el calor de sus dedos, no querían sustraerle ni una gota de aliento. Agujas solidarias, aguardaban el retorno, hasta quedar despojadas del ropaje de esas tramas e iniciar otro camino y otro más por si el invierno apretaba.
Sabían de la abuela en los largos acechos de pasillos y oficinas, en las rondas semanales. Esperaban, con paciencia, el sonido en la casa de la risa de un niño: Ese día, algún día, volverá a tomarnos y nos encontrará dóciles como antes.
Tan inútiles parecían.
Alguien las tocó y la sorpresa de encontrarlas tibias, con la tersura de lo usable cotidianamente, dio lugar a una lógica conclusión: la abuela teje cuando en su sillón descansa.
Fue cuando se oyó hablar de ellas, de un nunca más de tejidos diabólicos que se inician con las verdes estampidas de la barbarie.
Una vez, allá en el Ática, la espera tejía de día y de noche destejía. Y otra vez, un José cubrió al de la cruz con un lienzo.
Las agujas se cruzaron como espadas. No dejarían que se oville la lana pasada por sus cuerpos, ni que otras manos acaben el abrigo, o las desvistan para convertir la trama amorosa en un sudario de consuelo. Sus puntas afiladas clavaron los costados de quienes querían ocultar el sayal de la negrura.
—No habrá olvido —dijeron.
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