Cabalgata en el mar

 

A nada he temido, ni a Dios ni a los hombres. Tuve todo. Casi todo.

Quise dar la vuelta al mundo en un velero y no pude. Fue, es mi único fracaso.

El poder, metálico y virtual, me permitió cumplir cualquier capricho, soportando con estoicismo el coro de voces ante la genial ocurrencia del señor.

Fui, lo sigo siendo, un fanático de las serranías; quedaba fascinado ante una hondonada matizada de verdes y podía pasar horas cabalgando, sólo, aunque luego me abrumara explicar a la cohorte de adulones mi preferencia cerril y el desprecio que sentía por todo lo creado por el hombre y de lo que en parte he sido cómplice.

Sólo el mar ha triunfado sobre mí, me ha vencido con su insolencia, con su monstruosa extensión, sus secretos y rumores, sus desbordes de gigante, su inalterable paciencia y ternura.

He tenido infinidad de explicaciones; desde todas las escuelas me han dado razones. Sólo razones, nunca soluciones. Desde el líquido amniótico o mi repulsión por el oficio de astillero de mi padre hasta mi incapacidad de amar; desde la moneda falsa primigenia a partir de la cual se construyó mi fortuna hasta mi obsesivo afán de sometimiento sin reparar en nada. Los dejé ir, uno a uno, sabiendo que figuraría en sus tesis, en sus ponencias académicas. Me he dado para mí alguna razón que no la he dicho ni la diré. Dársela a los hombres como verdad es atentar contra la entera humanidad.

Créanme que di de comer a los mejores terapeutas de la mente, los incluyo a todos, legales o naturales, farsantes, guías espirituales o severos profesores de estrictos métodos.

Me da escozor tener que contarlo, pero apenas la tripulación levó anclas, uno a uno los intentos se desbarataron. Un llanto irrefrenable abortaba las partidas. Lo hice embriagado o saturado de cocaína, y fracasé. Fabriqué un gran amor y una luna de miel y salieron de mi boca maldiciones contra los románticos de toda laya.

Pero quiero detenerme en el experimento ilusionista que me arrojó aquí. Acudí a los servicios hipnóticos de Anatoli Dadashki, un guía holístico del Cáucaso, de profundos conocimientos metafísicos. Por medio de un trance hipnótico y otras técnicas de meditación abriría los registros akáshicos en el supuesto punto exacto del problema y superaría mi fobia al mar. Los ensayos fueron exitosos. Eran pruebas de campo día a día más naturales y me dejaba llevar por una inusual debilidad.

Y llegó el día de la partida.

El mar, en el trance, se me hizo verde pradera. Debo admitirlo: mis colaboradores se esmeraron como nunca cumpliendo las instrucciones que ordenó el caucasiano. En la proa del velero un caballo blanco galopaba acompañando la estela de la marcha. El mecanismo ideado puede parecer fantástico, no para aquellos que conozcan de efectos especiales y de historia. No diré el nombre del mago que lo ideó porque caerán todos los muertos a mi cuenta y no quiero abultarla pues los magos también mueren, aún. A esa construcción subí y me adentré en el mar. Claro que no era yo, cómo explicarlo, mi cuerpo cabalgaba en una sinfonía de movimientos suaves, alterada por vaivenes del terreno y se me veía feliz, con la pléyade de extras dirigidos por el profeta ruso.

Algo falló. Tal vez la obsesión es la fuerza más poderosa del hombre y más si es el temor quien la alimenta. Mi cara se fue transmutando en la cabalgata marina. A poco andar, las facciones del hipnotizador fueron demudando. No le hallaría una explicación a mi paulatino cambio. Sus intentos de volverme al trance eran como frascos de suero a un moribundo desahuciado, y los asistentes, arremolinados en torno al infame caballo y el loco jinete, no pudieron evitar mi retorno y la locura de muertes desatada.


Una mano vengativa obró para que me trajeran aquí. El ensañamiento no es ajeno al hombre, puedo atestiguarlo. Llegué dormido a esta prisión insular. Fue la única concesión que pudo arrancar mi equipo de abogados; una humanitaria razón imposible de negar.

Para qué hablar de lo vivido cuando desperté. Al enderezarme del camastro me acerqué a la ventana enrejada. Acomodé una silla para trepar a su altura, aun así, en punta de pie vi lo que vi. Mis gritos despertaron a los guardias, a los demás reclusos, entre varios me sujetaron, mordí, patalee y un fuerte golpe me desvaneció. Fueron semanas, meses de furia y golpes, de agujas que me adormecían, de aislamiento. El rumor del mar era un martillo en mi cabeza, ya no pude más y me lastimé, quise acabar, un tiempo en enfermería al cuidado de dos personas me trajeron de vuelta a la celda. Me vigilaban día y noche. Cuando el castigo quiere ser aleccionador, el ser humano no tiene límites.

Poco a poco he ido dialogando con el mar. Su voz torpe escupe por mi ventana. No me desespera. Lo ignoro. Cuando se calma, lo espío, lo insulto, lo provoco, pero él me abofetea con una mirada límpida. En mi cama, su pulso marca mi sueño y la vigilia. Su murmullo ha terminado por vencerme o ha fortalecido mi anclaje a la cordura.


Siento que vamos siendo amigos. No sé hasta dónde llegará nuestro amor cuando acaben los años que me esperan aquí. Ni sé si retornará mi repulsión y mi fastidio. Es posible que el hombre debe ser llevado a los peores extremos como para que empiece a dialogar con sus temores. No sé si despertará como fiera embravecida o será el gato azul de mi vejez.


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