Mi verdadero nombre es Ivanna Stojanovic. Apenas si lo recuerdo escrito en mi libreta de la escuela de nacimiento de mi Osijek natal, a orillas del río Drava, en la frontera con Hungría.
Croata de origen, llegué aquí con mi padre huyendo de la guerra tras la muerte de mamá, de quien tengo borrosa imagen.
Tenía doce años cuando incendiaron mi pueblo. Mi padre y yo pudimos escapar, dejando atrás la tragedia. Luego de una travesía en barcos de pesca o cargueros, recalando en puertos clandestinos, llegué a este país. Mi padre, la mayor parte del tiempo borracho, me expuso al peor de los infiernos. Fue en alta mar cuando me violaron por primera vez, y luego perdí la cuenta. En el medio del océano quedó mi padre en mis brazos, muerto de alcohol y de frío. Su único acto digno que recuerdo fue cuando se negó a violarme a pesar de la paliza que recibió por no seguirles el juego a esos bestias del mar.
En el puerto de Buenos Aires, uno de esos bestias me hizo pasar como su hija o su mujer y nos alojamos en el Hotel de los Inmigrantes. Allí estuve unos días. Las mujeres dormíamos separadas. Una madrugada hui de mi captor y orientada por una joven llegué hasta el convento de las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús. Fueron cinco años en el convento donde aprendí el idioma y los santos valores de las monjas. Leí, mucho leí. Abandoné el noviciado a los dieciocho sin una palabra de agradecimiento para quienes me cobijaron tantos años.
Para qué hablar de mi vida de prostituta. Solo decir que, cumplidos los treinta, subí en Retiro al primer tren que partía para el interior y bajé en la estación de Río Cuarto.
En una pensión del Bulevar Roca, “La Imperial”, conocí a Antonio Torres, quien asistía al lento apagarse de su mujer en el hospital Regional. Tres años duró la agonía de Paula.
Pero de quien quiero hablarles es de doña Sinforosa.
Mientras Torres iba a Río Cuarto y venía, por el camino intransitable con las lluvias, dejó el boliche al cuidado de esta mujer, con quien debo encontrarme a la noche en el cruce a La Dormida.
Un médico de la capital me dijo que las grandes decisiones debían encararse en soledad, sin el coro de aliento o compasión que luego nos atan para siempre a la gratitud o a la duda. Y son esas palabras las que ahora me impulsan al encuentro. Confieso que me recorre un temor desconocido. Llevaré mis manos, mi palabra hiriente y las armas.
Mientras aguardo la noche, viene a mí como en un sueño la visión de un largo puente. Suleiman, el magnífico, lo construyó sobre pilares de madera, serpenteando sobre el río a lo largo de ocho kilómetros, destruido y reconstruido por turcos, austríacos y serbios. Yo voy corriendo por él; es demasiado largo para mis pequeñas piernas. Un muchachote me persigue. Al final, escucho una algarabía y gente que comenta con orgullo: “es el puente más largo del mundo”. Esa noche mi madre me acaricia y veo a mi padre bebiendo.
Ahora estoy en el mar. Nunca volví al mar. Lo detesto: los barcos, los puertos. El mar me abraza ahora, se mete entre mis piernas, me voltea una y otra vez, mis ojos abiertos ven, y lo peor, ven los ojos de resignación y derrota de mi padre.
Y viene mi vida en Buenos Aires con prisa; se me queda adormilada en la pensión del bulevar de Río Cuarto. Veo cuando Torres entra a mi pieza. Cómo decir que fue el primer hombre al que no odié tras el acto carnal. Cómo explicar lo que sentí por él. La pasamos bien, un hombre cariñoso dentro de su tosquedad; nunca preguntó por mi pasado y ni reclamó por el hijo que no le pude dar. Y se fue, que Dios lo tenga en su gloria, con la sospecha que su muerte fue a causa de una maldad de la Sinforosa.
Acabaré la historia.
Muerta Paula, Torres entró en una tristeza que me conmovió y ya no supe ni quise separarme de él. Vine a reemplazarla. Fui olvidando el nombre con el que me re bautizaron las hermanas y adopté el de Paula, en honor a la joven rusa y a la muerte de mi vida anterior.
Se puede entender lo que habrá causado a la taimada mi llegada a este boliche. Sin jactancia, mis treinta años los tenía bien plantados. La admiración y la envidia de hombres y mujeres las sentí al pisar estas tierras. Lo que hizo y no hizo esa mujer para enemistarme con Torres y la gente sería largo de enumerar.
En este rancho llevo treinta años, como pulpera y comadrona. Me he tenido que adaptar a la vida de estos simples y puedo hablar de los pobladores de la zona con más autoridad que el cura o el comisario.
Y puedo hablar de esta criolla fibrosa, de nariz ganchuda, crenchas renegridas y modales de macho, de las cosas que se han contado y a pesar de las disparidades, todos coinciden. Puedo hablar de sus venganzas y chantajes. Nacida en el puesto de una gran estancia, en la falda de los Comechingones, le tocó en suerte no saber de su padre. Su madre, jovencita, muerta en el parto le heredó el nombre. Criada por la abuela, ya a los diez años fue juguete carnal de los peones y del hijo del patroncito, con su abuela indiferente. Hasta le hicieron sexo con animales. Fue en uno de las idas al pueblo cuando la mujer del patrón la depositó en la casa parroquial y quedó a cargo de la hermana del cura hasta que a los dieciocho se fue con unos arrieros y anduvo por las provincias disfrazada de hombre, compartiendo con ellos como un igual lo que le permitió conocer al macho en sus facetas más deplorables. A los treinta, compró la casa del otro lado del arroyo y desde ese tiempo es el burdel más mentado en la zona. Los hombres, envalentonados por el alcohol intentaban la vindicación del macho. Bastaba verlos salir para conocer el resultado. Nunca quise intervenir porque en el fondo compartía y comparto los móviles de sus fechorías contra los hombres. Yo no puedo llegar tan lejos y de alguna manera fue el brazo ejecutor de mis pasiones.
Por eso sorprendió cuando un puntano se atrevió a acampar junto al arroyo, con su carreta de mulas y su carga de pasas, pelones, canastos, frazadas y chucherías de ónix. El carrero quedó envuelto en la furia y desenfreno de la Sinforosa que cerró sus piernas al mundo y las abrió por última vez para parir sin ayuda un hijo del puntano. Esa misma noche, el hombre huyó, aprovechando la debilidad de la mujer, dejando atrás nueve meses de envilecimiento, el hijo (nadie puede negar que fue su padre) y la carreta con las varas al cielo, hoy refugio de gallinas y perros sarnosos. Ahí quedó como matrona del burdel, con su Martín a cuestas, el niño puntano cuyo rostro nadie conoce, cuya voz no se ha escuchado, y las habladurías lo dibujan como un tonto, balbuceante y baboso, inútil, pero dotado de un pene descomunal.
Ya la luna, como un sol de incógnito, despunta detrás de los Dos Gemelos. Iré por el abandonado camino a las Lajas, con su guía de luz, hasta el cruce a La Dormida. El olor a yerba del pájaro y poleos será el incienso de la velada. He dejado todos mis papeles acomodados. Algo me apura a dar por terminada esta sórdida disputa. Hay demasiado odio como para forjar un entendimiento. Dudo, y ha de ser nomás que me anda olfateando la muerte.
Mientras mis ojos se acostumbran a guiar los pasos en la oscuridad, el silencio es un mar borrascoso. Caseríos humeantes del que saltan peces que se me meten en el cuerpo, estrangulan mi dolor, ríen gozosos y vuelven a la carga. Veo, por último, los ojos de mi padre, resignados, antes de enfrentarme con los de Sinforosa. El brillo lunar devela en su cara el fin de la disputa.
El puente del arroyo no nos separará. Los hombres vencidos por el alcohol del boliche despertarán en las habitaciones de mi aliada. Martín será el instrumento de nuestro acuerdo que el orgullo lugareño no se atreverá a divulgar.
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