Un temblor corría entre los cerros. Se avistaban pájaros, no más que los dedos de una mano, desparramados. Entre la tierra y el sol no había nubes. El cielo no era azul, ni blanco: del tono de la desolación.
Sobre el murallón de sierras empedradas, un gigantesco pájaro sujetaba su presa. Bajo sus garras pataleaba al aire un caballo blanco, caídas las riendas a su costado. Una mancha glauca fue creciendo al acercarse a la hondonada.
Cruzando su recorrido, un segundo pajarraco cabalgaba sobre un tordillo que, ante su fatalidad, ofrecía resistencia con un terco galope en el cielo. Y surcando redes invisibles otro bicho alado montado en su víctima que, con las crines hacia la tierra, preanunciaba su ocaso.
Triangulación temible en un paisaje quieto, mortuorio.
Por si acaso, me oculté en la cueva en la piedra al lado del camino de los cerros. Desde ahí asistí, entre asombros y pavores, a lo que vendría.
Sobre un pedregal descendió el del caballo de las riendas sueltas. Muerta ya su presa, de agonía aérea o de miedo, comenzó el festín. El picotazo desenganchó un ojo; luego penetró el vientre, desgarrándolo con paciencia. El caballo tuerto atrajo a caranchos y aguiluchos. El asesino, entonces, abandonó el banquete y comenzó a girar en círculos cada vez más cerrados y bajos.
Fue cuando me vio. Sus ojos me adormecieron. Paralizado, ausculté el peligro.
—¿Sería capaz de...?
Súbitamente, frenó a la distancia del aliento. Un viento intempestivo despeinó mis cabellos y un graznido se acompañó con un suave raspón de alas en mi cara. Me preparé para la embestida. Tomé lo que parecía un tronco, no soy hombre de armas llevar, en el instinto de defenderme. Tres pájaros en formación, abiertas las alas, se me venían.
Pero un relincho, desde lo alto de la sierra, distrajo el ataque.
En un carreteo corto y vibrante, giraron ciento ochenta grados y partieron hacia la impensada presa.
No obstante, alcancé a ver en sus ojos no el perdón sino la prórroga, mientras imagine o vi, ya no lo sé, cómo el caballo blanco de la sierra emprendía un galope aéreo espeluznante.
Tampoco supe si huía o venía por mí.
La noche llegaba. Encendí un fuego, estiré una manta y me dormí.
Con el sol de la mañana sentí un alivio.
Mi tranquilidad sería completa si, de camino al frigorífico, dejara de perseguirme este galope de sombras.
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