Llegar a la casa de don José Loser es detener el alboroto de cañas de pescar y caza de palomas, bajar la voz, y sumirse en un aura de respeto y silencio para iniciar un ritual insoslayable en la aventura cerril. Pocos son los visitantes que pasan por acá. El lugar atrae a los nostálgicos o con espíritu de aventura, a quienes se arriesgan por el camino a Las Lajas, intransitable para vehículos.
Por su cuidado, la casa se distingue del resto de las construcciones. El abandono o el olvido de lo que fue décadas atrás una colonia de vacaciones, dio paso al lento trabajo de reconstrucción de la naturaleza quedando como vestigios de un pasado de esplendor las casas derruidas, el dique cubierto de plantas y un murallón desbarrancado, una postal sacudida de vientos e inviernos que cuartearon su belleza. Allá quedó ese pasado cuando callaron las explosiones de las canteras de mármol cercanas.
Las manos de don José, el alemán, sostienen el solar rescatado del inexorable óxido del tiempo. El cuidado de sus herramientas, la perfección de los canteros, la solidez de los alambrados, hieren al derrumbe del más allá de ese entorno. La pulcritud contrasta con el desorden del rancho de los Torres o de la casa del tano Descisiolo.
Verjas de madera delimitan los territorios: el corral de las gallinas, el colmenar, la quinta de los frutales, los canteros de flores bajo los ligustros redondeados, los almácigos de las hortalizas, los árboles con sus tazas limpias y su ración de agua de acequia; más allá, el corral de vacas holandesas y el pesebre de los caballos de tiro. Alrededor de la casa, una mata de frutillas silvestres y gramíneas segadas con una cortadora tracción a sangre, invento de don José.
El agua fresca llega desde unos piletones que la recogen del generoso arroyo de Las Lajas y por un laberíntico sistema de acequias, viene hasta la despensa donde se enfrían las naranjadas y las cervezas.
Una barrera de maderas lustradas se levanta para ingresar a la casa y deja escapar sonidos metálicos que embelesan los oídos y provocan la aparición de don José en la puerta de la primera habitación de la larga galería .
Desde el vano de la puerta, nos hace un gesto de saludo mientras sostiene la pipa curva en su boca. Hay un libro marcando la lectura con un dedo. Cierra la habitación y su cuerpo menudo desciende los escalones de la galería elevada, pasa a nuestro lado y deja un aroma de chocolates y cerezas. El sombrero de mimbres y pajas le cubre su cabeza y apenas se distingue el azul de sus ojos. Una bombacha de color indefinido, una chaqueta desteñida y zapatos abotinados le dan solidez a su andar.
De pocas palabras. Y las que salen tienen ese tono áspero, gutural, apenas inteligible, limitadas a un saludo o a una recomendación de cuidado con las cosas. Sus ojos vigilan los movimientos de los visitantes, inexpresivo y distante, mientras va de aquí a allá con una pala, con una horquilla, silbando melodías que los oídos niños no acostumbran oír. Pasos ágiles, inquietos, infatigables, empujan una carretilla con ruedas de madera semejante al timón de un barco, con la forma de una barcaza para albergar montañas de pasto o frutas y verduras que llevará en el sulky una o dos veces por semana al pueblo para su venta. Algunas veces, descansa. Lo hemos visto sentado en la galería, continuando su lectura, con anteojos.
Nos conduce a la glorieta Gloria: una mesa larga de troncos cepillados y dos bancos laterales bajo el aroma de glicinas y enredaderas en la siesta tórrida de Las Lajas. El piso es de ladrillos dispuestos de tal manera que dibujan figuras incomprensibles.
Abre la puerta de una habitación contigua, un injerto a la casa. Un aire húmedo y fresco nos cruza y quedamos inmóviles aguardando la ofrenda: una lata de picadillos, un paquete de Criollitas y tantas Crush como comensales en el mesón de la glorieta. Vuelve por lo que faltaba: la llave mágica de la lata de paté foi, los vasos de vidrio transparentes y el destapador. Una ceremonia en la que el tiempo se detiene, el sonido del gas escapándose de las botellas y las tapitas que van a parar, junto a las monedas del pago, al bolsillo de la chaqueta de don José.
No nos preguntamos por las razones de su vivir ahí, ni por su soledad. Su pasado no provoca curiosidad. Una mujer de batón a lunares habita una construcción de piedras junto a los colmenares. Aparece con su andar apurado llevando cestos o cajones. Debe servirle de ayuda a don José en la recolección de frutas y hortalizas, en la extracción de leche o miel. Nos contaron que es su hermana, y tampoco preguntamos por qué no vivía en una de las tantas habitaciones de la casa grande. Esta mujer de pelo renegrido no puede ser pariente de este hombre de piel blanca.
Hay que imaginárselo en los inviernos cuando el frío y la soledad aprietan hilvanando sus inventos, poniendo su ingenio en la construcción de esa escalera, de aquel corral, de esta herramienta, minuciosa, artística, funcional. Un hombre aislado por leguas del poblado más cercano.
Pero hay un momento en este escenario bucólico y asombroso que tira de la manga, que nos baja a la realidad, nos coloca en la epifanía del relato. Ese mundo activo y transformado, ese espacio de originalidades y cuidados, tocado, moldeado por las manos y el ingenio de don José, debe sufrir una transfiguración, un desconcierto que eleva el asombro a lo indecible. Ahí está el centro del universo, la razón que explica la perdurabilidad del recuerdo.
Estamos en la glorieta y le pedimos alguna golosina, un turrón o un bocadito Holanda. Nos mira, y con un leve movimiento de cabeza nos indica que lo sigamos. La obediencia puede más que el temor o el asombro. En pocos pasos alcanza la barrera: un dispositivo de resortes la sostiene en el aire con sus sonidos límpidos; cruzamos la valla, subimos los escalones hasta la galería y aguardamos frente a la primera habitación de la derecha. Las tres puertas contiguas siempre las vimos cerradas, como si esa parte de la galería estuviera clausurada. Es su gesto, no su voz, el que nos arrastra hacia el interior de la casa. La penumbra se esfuma cuando don José acciona un interruptor y se enciende una luz de ciudad, inexplicable en este lugar aunque natural en este hombre. Mientras rebusca en un armario, mis ojos se escapan por las paredes: una galería de cuadros cubre los cuatro costados, ojos que me miran, que me invitan a mirarlos, rostros severos, con uniformes militares, señoriales, jóvenes y ancianos; no son los cuadros de familia como los de mi casa o los de la casa de mis abuelos o tíos. Se salen de los marcos, me penetran, me intimidan, alguno con ojos benevolentes se compadecen de mi estupor. Bajo la vista para detenerme un instante en la gran cama, con un espaldar de madera oscura con arabescos y cruces de un estilo que no puedo explicar. Vuelvo a los cuadros acusatorios. Son segundos que acaban cuando don José apaga la luz, pone una mano en el picaporte conminándonos a salir y obedecemos. Tengo, sigo teniendo, esos ojos de los cuadros clavados en la nuca.
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