Arriba del mandarino

Arriba del mandarino, entre sus ramas más altas, para bajar el fruto que de otra manera se caería y sería basura, allá arriba me vino la infancia. Vinieron los ligustros y los pinos que rodeaban la quinta de Roldán, vinieron las carreras con mi hermano colgados de las ramas, saltando de árbol en árbol hasta dar la vuelta completa al terreno. Era una maravilla calcular el salto aéreo y darlo con algún raspón, detenerse en ese nido que acababa de empollar, lamentar la rotura del pantalón, el reto que vendría aunque no hubo accidentes ni caídas memorables. Era el ejercitar previo para luego lanzarse a los árboles de las acequias junto a la ruta.

No sería significativo si no hubieran pasado sesenta años desde aquellos aromos y siempre verdes hasta este mandarino de ciudad repleto de nidos de palomas, quienes han hecho de este árbol frutal el monoblock de pájaros de la manzana.

Las sensaciones de estar trepado en lo más alto de un frutal es una gloria, es sentir que uno tiene a mano los mejores frutos y podría quedarse a vivir allí, con los pájaros.

Es una maniobra con riesgos porque ya no se está para estos trotes, pero subimos sin tomar en cuenta los años, era imperioso subir, allí estaban los soles jugosos, con las cáscaras para irritar los ojos de los amigos, para mojarse el dorso de la mano y colocar una imagen de color, los transfer de nuestra infancia.

Es volver, claro, muchísimas décadas atrás, simplemente con la trepada al mandarino del patio de la vecina y traer a casa dos cestas repletas de soles. 

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