Caca de perro

 

Los chicos de la cuadra no lo quieren. En realidad, son las mamás de los chicos quienes les han prohibido jugar con él. Joaquín no sabe bien por qué. Le parece que se debe a su madre. Eso le dijo esta mañana, en el patio de la escuela, la rubiecita de la vuelta. Tu mamá es una puta, le dijo, me lo dijo mi abuelo que vive al lado de tu casa. Pero yo quiero ser tu amiga. Se lo dijo todo rápido y poniéndose colorada. El niño quedó alborotado. Sabía que puta era una mala palabra y que un amigo era lo más lindo que había visto en el libro de lectura. En el recreo tiene amigos para la pelota o las figuritas. Pero a él nunca lo invitan a hacer los deberes en la casa. Por eso cuando la rubiecita le dijo eso de ser amigos le pareció la mejor noticia de su vida. Quiso contárselo a su mamá. Pero ella essiempre muy ocupada. No debe molestarla mientras trabaja.

Vuelve del colegio al mediodía, come la vianda servida en la mesa y se va al mundo de su dormitorio. Pequeño, con un ventanal que da al patio. Por ahí escapa cuando a la siesta no se aguanta el silencio.


En una pared, la foto de su padre vestido de soldado; junto al cuadro, una medalla, una escarapela y el texto Héroe de Malvinas, héroe de la patria. Por eso no le gusta la patria ni las escarapelas ni las fotos. Estaba en la panza de su mamá cuando ocurrió. Cuando colgaron el cuadro, tenía nueve años, su abuelo le dijo: tu padre es el mejor amigo que te guía desde el cielo. Eso le quedó a Joaquín pero no entendía cómo podía ser su amigo en los días de lluvia, o por la noche.


Se queda dormido, con la sonrisa puesta, repitiendo las palabras de la rubiecita: quiero ser tu amigo.


Lo despiertan ladridos y una risa conocida. Salta hacia el patio y se queda escuchando. Sí, el perro del vecino ladra feliz jugando con alguien. Cuando oye: abuelo quiero ser amigo de Sabueso, no le quedan dudas. Es ella. El corazón se le pega al paredón, mientras se van también la tarde y la algarabía. Conoce de memoria el universo que alberga el patio: el rincón de los caracoles, el escondite del grillo, el nido de la paloma en el olmo viejo (a esa, la exime de su honda). Su madre atiende a los clientes y falta mucho para que pase el último.


Trepa al paredón medianero y espía al vecino que, debajo de la parra, merienda un tazón de café con leche y medialunas. El torso del hombre deja ver su grosero abdomen. Mientras, su esmirriada mujer, con anteojos oscuros, teje con habilidad de hilandera una escarapela gigante para lucirla en el frente de la casa, mañana, que festejamos la patria.


En el fondo del patio del gordo, atado a una cadena, Sabueso demuele los huesos. El crujido de sus mandíbulas es el único sonido que se percibe. Todo eso entra en los ojos del niño. No puede imaginarse qué otra clase de alimento le da al perro su dueño. Solo sabe que los excrementos huelen mal. Y peor huelen cuando en sus juegos solitarios en la vereda pisa por descuido la habitual ofrenda de Sabueso. Bien podría ir a cagar a su propio jardín, pero el señor de la panza hinchada ha puesto un cartelito que le prohíbe pisar el césped. Se lo dijo una mañana cuando venía con sus trapos sucios a limpiar la bosta, que el perro sabía que ahí no podía. Eso le quedó a Joaquín, aunque su madre insultó al vecino cuando se lo contó.


Anda en esos pensamientos cuando el perro, de un salto, le echa el aliento en la cara. Joaquín alcanza a ver la sonrisa estúpida del gordo, que festeja con la nieta la gracia de su animal. No es alta la medianera y cae sobre la lavanda, gorda como los árboles redondos de la plaza. Un susto nomás. Nada le dirá a su madre, total.


Por culpa de Sabueso y de la rubiecita, la noche del niño es distinta.


El mechero de gas, con su lengua naranja, le dibuja figuras siniestras que lo atemorizan. No quiere irse a la cama. La mirada le queda encerrada en el ropero, asustada aún. De su boca vuelan escupitajos contra la pared, desafiando al animal.

Su madre duerme. En punta de pies Joaquín llega a la sala de espera y descorre la cortina. Ve cómo el perro va cagando las veredas. Cómo sale a morder las pantorrillas de los enamorados que se arrumacan junto al árbol de la esquina. Con silencioso movimiento acerca el sillón a la ventana y escucha.

Es una noche de tangos y luciérnagas, dice el vecino barrigón desde su sillón de mimbre, mientras su mujer se esmera en colocar entre las dos ventanas la escarapela terminada.

Una luna menguante ayuda al niño a planear la venganza. Tener un enemigo le parece la cosa más importante del mundo. Escupe contra el vidrio su miedo y su bronca. Queda en su trinchera al acecho.

El gordo con su mujer acaban de entrar a la casa.

Sabueso queda suelto en el patio y recorre el pasillo lateral hasta la puerta de hierro. Ladra a la luna y a los últimos transeúntes del barrio. Corre alocado hasta el fondo del patio y vuelve a la carga.

El niño escucha el tropel y calcula. Un leve girar de llave y descalzo llega a la vereda. Salta la verja del vecino y de un certero manotazo arranca la escarapela, la coloca sobre el césped, al lado del cartelito, se baja los pantalones y la defeca.

Los ladridos desaforados de Sabueso avisarán a su dueño de las novedades del jardín. Ya Joaquín dormirá feliz.






Comentarios