Cansado de peinar muchachas de barrio y travestis, Carlos dejó la bata azul y entró de aprendiz en el frigorífico. Su porte robusto le abrió camino. Lo ubicaron en la sección Vísceras, con el travieso designio de mofarse de sus pulcras manos.
Rápidamente, aprendió a distinguir un chinchulín de una tripa gorda, una molleja de un coágulo. Provisto de una faca corta separaba con destreza las achuras de los bovinos. No pasó desapercibido al capataz quien sugirió al jefe de planta su envío a la sección Destripe.
Ahora sí, con la faca larga, filosa y puntuda, era el encargado de abrir el animal y volcar sus entrañas en las carretillas para su ulterior selección. La precisión del corte, el golpe de muñeca abriendo el tajo reciente y la penetración de ambas manos y brazos hasta las honduras del animal le valieron el mote de Jack, poco original sobrenombre nacido de entendederas sencillas.
Disimuló su creciente fastidio.
Meticuloso como él, encontró la oportunidad de mostrar, en el descanso de una media mañana, su colección de navajas y tijeras. Un brillo inusual en la negrura de sus ojos alertó a sus compañeros. Con idéntica habilidad de matarife jugó con el acero de las hojas espejando el sol en las gargantas de los otros.
Dejaron de llamarle Jack.
Carlitos es un buen compañero.
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