Dolor de panza

 


El
Gordo continúa con su malabarismo de palabras tratando de explicar el motivo de la hinchazón de su panza. El Rubio lo mira como festejándole la ocurrencia. No le gustan las bromas, pero se ríe de las chanzas y continúa concentrado en su trabajo.

Es un gordo boludo —dice Lucía, sin levantar la vista del monitor.

No lo soporta al Gordo, es un pesado, pero no tiene poder para sacarlo de su entorno y aguanta. El Rubio le sirve de enlace para darle las órdenes de trabajo. Lucía llega siempre de mal humor y lo lleva a upa durante la mañana. Con la trepada del sol atempera su furia y abre las puertas a su amabilidad.

Una mujer en miniatura —piensa el Rubio— y le hace de correo, aunque no sea esa su misión. Se queda pensando en la panza del gordo, tan distinta del vientre de cinco lunas de su mujercita. Su cara se ilumina con el pensamiento y es un apurar de manos y una ansiedad creciente y una pura sonrisa todo el día. No es para menos con lo que han pasado: dos embarazos perdidos en cuatro años de matrimonio, análisis, viajes y resignación. Dejaron el tratamiento y quedó embarazada. Y la panza trepa, destroza la cintura y se instala como un nuevo planeta en la casa. La ecografía dice que será una estrella.

Qué comiste? —le sigue la conversación al compañero.

Chinchulines, almorcé chinchulines y ubre y parrillada y a la noche calenté lo que nos había sobrado. Me tomé un sertal y mi vieja me hizo un té de poleo. Hoy no comí nada, voy a ver si ahora no como nada. Me tomaré otro tecito.

Lucía parece no escuchar. Se levanta y va hasta la cocina. El Rubio ve sus movimientos de ardilla por el espejo y registra cuando levanta y maniobra la tapa de la tetera.

Es graciosa la panza del Gordo. Se le divide a la altura del cinturón es dos perfectos hemistiquios, como si le hubieran trazado un camino al medio. Dos montañas que se bambolean al caminar. El pantalón es una prensa azul que usaba cuando la dieta. Había llegado a los ciento cuarenta: adiós coronitas y rasquetas de grasa, adiós tazones de mate cocido con leche. Cómo sufría con las galletitas sin sal y el tecito amargo que le permitieron bajar veinte kilos.

El Rubio se acuerda de la súplica de su mujer esta mañana: “traeme chocolates”, y era cierto nomás lo de los antojos de las embarazadas, piensa, mientras unos quejidos lo vuelven al taller. El gordo desparrama su humanidad en el piso y es el pánico. Llamado urgente a Emergencias y llega primero la ambulancia de los Bomberos que a la rastra lo llevan al hospital.

Ojalá que reviente como un sapo —susurra Lucía, sin moverse de la computadora.

El rubio la mira apenas. Y no hay más palabras.


El gordo ya está bien, a juzgar por el nuevo rompecabezas con que explica su ataque, mientras saborea una manzana.

El doctor me preguntó si había tomado un laxante. No, le dije, un té, solamente un té.









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