Me detuve, luego de una larga curva, cuando vimos un árbol que, supe después se trataba de un chañar.
Sentí que estábamos forzando la marcha. Nadie nos corría, tampoco huíamos, o eso pensábamos. Nos detuvimos y la sombra del chañar no era abusiva, al contrario, aunque alcanzó para resguardar de los rayos calientes del mediodía al niño en su canasto . No sé de qué hablamos esa hora que estuvimos detenidos a la orilla de la ruta. Pasaban vehículos, era vacaciones de invierno, eso creíamos, sí, un movimiento mayor a lo usual. Tantas veces habíamos cruzado la provincia por esa ruta que la sentíamos en sus latidos.
No es mi costumbre dejar la radio encendida, tengo siempre el temor de que gaste la batería del coche y nos quedemos varados. A pesar de que observo a tipos que dejan por horas la música con las puertas abiertas y a todo volumen y después salen lo más pancho a sus casas. Vaya uno a saber de dónde proviene mi miedo. Tal vez algún reto de mi padre cuando inaugurábamos esos coches viejos alguno con radio con antena y nos parecía que ya pertenecíamos a la otra clase, a la que veíamos en autos confortables. Nos habrá conminado a apagar la radio, nos quedaremos sin batería, habrá gritado y en ese entonces éramos obedientes de nuestros padres autoritarios, dicho sea de paso.
Por eso me acuerdo tan nítidamente del chañar después de la curva, no porque nos hayamos quedado sin batería cumpliéndose la profecía de mi padre sino porque fue ahí que escuché por primera vez la noticia. Mi mujer percibió mi gesto, me conoce. Se hizo la desentendida, cambió el dial y dijo qué lindo día a pesar de ser invierno. Para seguirle el juego, no sé cómo llamarlo, le conté lo de mi padre y la radio y entonces ella se montó en la broma y corrió como desesperada a apagar la radio, no sea cosa que nos quedemos en medio de la ruta, y volvió y me abrazo y me dio un beso en la boca y me dijo sigamos.
Ella me hablaba de los proyectos de su hermana, me contó de lo bien que le va en su matrimonio, me dijo que nuestro hijo mayor será el próximo abanderado, me habló de cómo se recuperó su madre con las sesiones de reiki, me dio mates, y galletitas y no me permitió que encendiera la radio. Me dijo que esta noche le gustaría que fuéramos al cine, que daban una película francesa o turca de manzanas o peras y le dije que sí. Ahí me di cuenta de que algo se había roto dentro mío. Cómo iba a ir al cine si esa noche a las nueve jugaba Boca. Dejamos al benjamín con una sobrina que oficia de baby syster y vimos la película. Mi mujer quedó fascinada, me habló y habló de los cuadros, de las escenas, de lo parecido y distinto, yo no la escuché, me limité a monosílabos. Solo le dije que me había gustado la película. Mucho, dije y no mentí porque así lo sentí, pero no quería desviar la atención de mi infierno.
Volvimos a las once, mi mujer tenía hambre. Le dije que iría a comprar un poco de fiambre al kiosco de la vuelta, y una gaseosa, de naranja, me dijo. Fui. Hacía frío, mucho frío. Puse la botella y el paquetito de fiambre en la mesa, busqué los cubiertos y el pan y le dije que no iba a comer, que no tenía hambre, que me iría a acostar.
Y ya no le levanté hasta que cuatro días después un mediquito recién recibido me intimó, o me intimidó: Intérnese. Mañana será peor.
Salí de terapia semanas después. Obedecí todos los requerimientos, cumplí a rajatabla las indicaciones de cardiólogo, del nefrólogo, del traumatólogo, me dejé guiar, dije que sí a todo, que vamos hombre que apenas fue una neumonía, que nadie se muere por eso, que hay que retomar las cosas y les decía que sí, que llevaría tiempo, pero que cada día estaba mejor. Aunque la radio siguió encendida debajo del chañar.
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