—Sí, señor, yo lo puedo llevar hasta Las Catitas, pero así no puede ir, señor.
—¿Cómo que así no puedo ir?¿a qué te refieres, necesitas dinero?
—No, no es eso, señor, es que su ropa...se le va a arruinar.
—Ah, con que era eso, no te preocupes, llevaré la vestimenta adecuada ¿Mañana, a las siete?
—Sí, a las siete, señor, hasta mañana.
La esposa del guía, una serrana de no más de veinte años, pudo con poco acomodar la pieza de huéspedes, la misma que no se abría desde la muerte del señorito, el hijo del patrón. Terminaba de tender el camastro cuando el forastero la tomó de atrás.
—Lo sé todo, Ramona—dijo. Con un rápido movimiento le tapó la boca y con la mano libre puso proa a sus senos. Ella se dejó hacer y escuchó en silencio la proposición del hombre.
—Empezamos mal, muchacho. Ya son las siete y cuarto. Me habían dicho que eras madrugador y dispuesto pero me va pareciendo que eres igual a los demás. Sólo se mueven por plata. Me dirás cuánto quieres y asunto arreglado.
—No es plata, señor, es que mi mujer, usted sabe, le vino eso y casi no dormimos.
— No me vengas con pamplinas. A las mujeres hay que tratarlas con dureza, pues si no te dan vuelta. ¿Cuántos años llevan de casados?
— De casados, no, juntados, van para los dos años, desde que a la Ramona no le vino.
—¿No le vino qué?
—Eso, el mes, usted sabe.
—¿Y la criatura?
—Se la llevó el patrón, pa educarla dijo, por tristeza por la muerte del señorito y el padrecito nos dijo que perderíamos la gracia de Dios y que menos mal de tener un patrón así.
—Está bien, es lo mejor que pudiste hacer. Ahora trata de cuidarte y no dejarla embarazada, que de eso otros se encargarán.
—¿Qué quiere decir usted, señor?
—Nada, Felipe, es una broma de ciudad. No me hagas caso. A veces me paso de la raya. Bueno, partamos ¿Te gusta mi vestimenta?
— Sí, el señorito se vestía así, a la Ramona le gustaba. Así iba vestido cuando lo atacó el puma.
—Ya en el camino me contarás un poco más, pero te advierto que yo no creo que haya sido solo un puma el que lo mató.
—Un puma cebao, señor, ya ha degollao a seis terneros. Yo le dije que por ahí no fuera y no me hizo caso. Se rió y me trató de miedoso.
— Y vos, ¿que hiciste?
—Yo me volví pa´las casas y, disculpe, señor, ¿para qué quiere ir usted a Las Catitas?
— Para matar a ese puma asesino. Tengo que vengar la muerte de mi amigo Gustavo, del señorito, como ustedes le llaman. Así que me llevarás hasta su cueva. Estuve averiguando su comportamiento, sus hábitos y sería muy fácil dar con él, salvo que me conduzcas por un camino equivocado. Así que, adelante, vamos por él.
Anduvieron varias leguas en silencio. Ya en el linde de la propiedad, vadearon un arroyo y enfilaron hacia el cañadón. En plena serranía, sólo el vuelo en círculo de unos cuervos rompía la monotonía del lugar. Desmontaron.
—Hasta acá llego, señor, en muy peligroso meterse en el monte.
—Qué peligro ni ocho cuartos. Irás adelante mío y como quieras escaparte te vuelo los sesos de un escopetazo.
Dejaron los caballos atados junto a un espinillo y se metieron al monte. El guía temblaba ante la presión del hombre armado.
—No se por qué tiemblas, muchacho, si vamos armados hacia el puma. Nadie puede traicionarnos esta vez. Salvo que por aquí vayamos hacia una encerrona y quedemos acorralados. ¿No fue eso lo que le pasó a Gustavo?
—El se metió por el otro camino, yo le dije que no fuera.
—¿Y si lo mandaste a la muerte por venganza?
—¿Y de qué quería vengarme del señorito?
—No sé, eso lo sabrás vos y tu mujer.
—¿Ella le contó?
—Me contó qué?
—Lo del... volvamos, señor, es peligroso.
—Está bien, muchacho, volvamos. Quería estar seguro. Yo hubiera hecho lo mismo.
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