La mañana de la convocatoria estuvo cargada de expectativas. Era un deber para con la patria y la patria es tan sublime como la madre. Uno a uno fuimos llegando al regimiento. Salir del mundo de la familia para entrar a otro que, según los mayores, te haría hombre. Ahí sí que no tendrás elección: comerás el guiso de mondongo o te morirás de hambre. Dormirás en el suelo y aprenderás a obedecer. Y recordaba las anécdotas de los primos mayores, uno en la marina, el otro en el ejército y a la vuelta ya eran hombres hechos y derechos. Pero el aire estaba enrarecido. En nada se parecía al anecdotario familiar. Si hasta la foto de papá, con su ropa de soldado, sonriendo con sus camaradas parecía una postal inexistente. Me puse en la fila y sentí que estábamos cruzados por una misma fibra: de miedo, de espanto, de sentir que ya no podíamos dar marcha atrás y que las órdenes, los exabruptos, las ironías del oficial de turno eran insignificantes frente a las bravuconadas del sargento, idéntico a los malditos de las revistas de historietas. Lo teníamos ahí, frente a nosotros y no quedaba más que cobijarse en el miedo colectivo. Uno a uno nos fue nombrando: un paso adelante y alguna expresión de deshonra o vergüenza.
Cuando lo nombraron a José Talguero, se adelantó, hizo la venia y gritó:
—¡Ordene mi sargento!
El sargento Ochoa quedó sorprendido, ante la impensada reacción del recluta nuevito.
Para demostrar su autoridad contestó:
—Soldado Talguero, desde este momento usted estará a mi lado, ¿me entiende? ¡A - mi – lado! ¡Diez pasos al frente!
—Sí, mi sargento.
Dio los diez pasos y se cuadró al lado de Ochoa.
—A ver, soldado Talguero, mande a la cuadra a estos reclutas inútiles.
Talguero lo miró, hizo la venia, giró sobre sus talones cuarenta y cinco grados, irguió el pecho y vociferó:
—Soldados clase 58, ¡Rompan filas y carrera march hacia la cuadra!
Así fue como Talguero, desde la primera noche, no durmió con nosotros en el barracón de los reclutas. Una habitación contigua a la guardia fue la distancia que tomó del resto de los compañeros.
Con el llamado de diana, él ya estaba en el marco de la puerta del barracón ordenando levantarse, higienizarse y dirigirse en tres minutos al comedor. Ochoa, a su lado, le hizo una seña con la mano y Talguero, subido a un banco nos arengó:
—Acá no está papá ni mamá para que los apañen. Acá vienen a hacerse hombres, a defender a la patria, a respetar a sus superiores, a cumplir todas y cada una de las ordenes que les impartamos ¿Está claro?
Nadie respondió.
—¿Esta claro, reclutas?
Un sí, tímido, resonó en el barracón.
—¡No escucho bien! ¿Usted escuchó algo, mi sargento?
Ochoa meneó la cabeza.
—El sargento no escucho nada —advirtió Talguero— y eso es malo. Vuelvo a preguntar: ¿Está claro que aquí no pueden andar con mariconadas?
Un sí extendido satisfizo al improvisado dragoneante que recibió de su superior una palmada afectuosa en el hombro.
Así fue como Talguero se convirtió en la sombra del Sargento Ochoa.
Y lo dejamos ser, hasta que alguien nos puso en preaviso: En el colegio secundario, era un celador más y se había atrevido a marcar a su compañero de banco para que lo amonestaran.
Los lunes a la noche el sargento se juntaba en el casino con sus colegas.El barracón simuló dormir y le caímos a Talguero.
Al toque de diana el sargento Ochoa amaneció sin su sombra.
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