Engarce de un día cualquiera

 

Se levanta con la tempranura del sol y se acuesta cuando queda poca gente por las calles. Ya ha transpuesto el mojón de los cincuenta y se encamina hacia su desembocadura llevando un atadillo de sueños permanentes. Mate en mano, lee el diario como un rito, mientras su mujer y alguno de sus hijos deambulan por la casa con una taza de café: el colegio o las obligaciones laborales los llaman. La radio, a esa hora, propone música popular de calidad, con sentido social y poético; dos cuestiones que lo acompañan desde la juventud. El pantallazo informativo de la mañana lo ubica en el mundo que le espera ese día. Se viste con parsimonia, va al aseo matinal, prepara los bártulos, siempre desordenados y se da un tiempo para contemplar la casa. Esa casa, reformulada en su interior, se tornó funcional, donde nada está de más. Recuerda su historia, antiguo club de noche, con alternadoras y orquestas, con redadas y trampas. Contaba con el favor del comisario político de turno que cayó en desgracia y con él la casa. Sus puertas y paredones delatan indicios de lejanías. Tal vez cobijen secretos definitivos. El techo de tirantes y tejuelas, la puerta gigantesca labrada por el mejor ebanista de la época conviven con el vitraux de un pájaro azul, símbolo de una parte de la felicidad del hombre. En un rincón, el hogar consume un soberbio tronco de eucaliptos que aromatiza la casa y el aire de la vereda.

Es hora de irse. El trabajo llama, oficio independiente que con dos décadas de permanencia le ha permitido sobrevivir con dignidad, atravesando épocas de vacas de todo kilaje. Está un poco cansado. Reniega a diario por las horas y energías consumidas. Sin embargo, no lo cambiaría por nada en el mundo.

Cierra las puertas a sueños y desvaríos, y se introduce de lleno en la jornada laboral. Han dado las ocho; a la una volverá por el almuerzo que, por la organización familiar, las más de las veces le toca preparar.

Condimenta una ensalada de achicoria y tomate para acompañar la carne insustituible y escucha el informativo del mediodía. Las voces de la radio son interrumpidas por el chirriar de la puerta al abrirse. Es el hijo que vuelve del colegio.

Hola, pa —dice en un tono entre cariñoso y formal, mientras va hacia el fondo de la casa, a su habitación, a desembarazarse de la mochila negra, de la campera negra, de su bufanda negra, y retorna a poner la mesa, con lo que le subyace de negrura: pantalón, buzo, zapatillas. Relumbra en la cintura el cinto metálico; en el pecho, un botón de lata con el rostro de Bin Laden; en uno de sus dedos índice, un pesado anillo lleva grabada la hache de Hermética. Parsimonioso, tiende el mantel, coloca los cubiertos. Restan diez minutos para el almuerzo. Retorna al encierro del cuarto y moderando el volumen del amplificador, prueba la guitarra eléctrica, flamante adquisición gracias a sus ahorros y aportes familiares por el cumpleaños número diecisiete. Tal vez se produzca en estos días el último contacto con su guitarra criolla.

Está la comida —avisa el hombre, con golpes de nudillos en la puerta.

Ya en la mesa, con el pan y el vino blanco infaltables, reparte la comida. Aún conserva ese privilegio de paternidad. Él reparte. Comparte la comida. A veces en silencio. A veces dialogan.

Al final me anoté para enseñar a escribir.

¿Cómo, no ibas a enseñar guitarra?

Sí, pero, es un lío, se te vienen todos encima. Aparte, ya hay tres o cuatro que se anotaron para dar música. En escritura estoy yo sólo.

¿Y qué pensás dar?

No sé, veremos si ver si nos dan bola.

Tendrías que hablar con la gente de Cola de Pato, el Pelado tiene enganche con los chicos y te puede orientar.

Sí, había pensado en él. De todos modos la profe nos va a acompañar. Si vos tenés algo para darme se lo llevo y vamos armando algo.

Sí, tengo, antes de irme te lo busco.


Las tres de la tarde. A la hija le toca el lavado de platos. Nuestro hombre va a la segunda parte de su jornada laboral. Entre vinilos, tintas, fuerte olor a diluyentes, gráfica, teléfono y atención a clientes, mecha intersticios por donde cuela algún texto en la computadora. Abre tres o cuatro veces por día el correo. Una treintena de mensajes cotidianos, los más, literarios; algunos, políticos; los menos, laborales.

Anochece. De él son las noches. Cada una conlleva una actividad distinta. Hoy, reunión de delegados de la liga de fútbol senior. Se festejan los cumpleaños. Habrá, tras la sesión, asado, torta, fernet y truco.

Toma la carpeta correspondiente, el set del asado y marcha.

El sueño de la noche será una aguja que suturará con su hilo inasible los fragmentos de su vida.

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