LA FUNDACIÓN MÍTICA DE UNA PATRIA


 Seres alados llegaron a esta parte del continente. Venían en bicicletas con alas. Descendieron y se encontraron en una estafeta postal de la reina de España. Uno de ellos, Enrique, salió con la decisión a dar aviso a su comandante de flota. La bicicleta estaba rota, una rueda deformada dejaba una huella irreconocible en la arena del río.  Yo permanecí impasible en la pista flotante a cientos de metros de la costa. Al bajar hacia la playa me encontré con un periodista que dijo conocerme de otro lado. Me invitó a presenciar el desafío de un hombre que permanecería por un tiempo inconcebible en el fondo del mar, sin escafandras ni siquiera tapándose la nariz. Todos nos apoyamos en la baranda de un puente colgante y vimos las maniobras de pez que ejecutaba el hombre. Era impactante verlo subir hasta casi dejar afuera del agua parte de su cabeza y hundirse como un tirabuzón hasta el fondo, llegar allí y revolver el fondo levantando una polvareda de barro y algas. Desconfié del periodista, algo me hacía presuponer que era una nota armada, como una barricada de distracción para saquear el fuerte. Será que me gustan los libritos de aventuras, de conspiraciones, pero este fulano no me parecía trigo limpio. Hice como que me interesé por la proeza del hombre pez y me confundí entre la multitud que apostaba a que sí y a que no, que el tipo no resistiría y explotarían sus pulmones. Las bicicletas surcaron el río contra la corriente. Pedalearon y levantaban chorros de agua que formaban arco iris al alcance de las manos.  Alguien que había venido días pasados del futuro nos habló de los fuegos de artificios. Quedamos embelesados con esas luces que explotaban en el cielo. Los que escuchamos sus relatos no pudimos menos que compararlos con esas explosiones de luces, los niños se entremezclaban entre los colores, adquirían rostros amarillos y turquesas, un rojo bermellón con una cara verde salpicada de violeta. Pero cómo contar semejante espectáculo. Bueno, así. Los alados la emprendían con los pedales y como una fragua, una amoladora moderna, expulsaba como chispas, como arco iris sólidos. Las mujeres les arrancaban pedazos para adornar sus jardines. Todo era parte del acto de fundación de la ciudad. Llegaron los invitados en vehículos que asombraron a los seres alados. Detuvieron su marcha sobre la superficie del agua y se pusieron a conversar con los recién llegados. Intentaban un trueque de vehículos, pero los recién llegados negaban con la cabeza, no se animaban a subirse a esos bólidos de pedales y alas. Los de las bicicletas se impacientaron, patalearon, discutieron entre ellos. Estaban divididos en las posiciones. Unos decían que había que cambiar uno con cada uno y otros decían que, si no querían, se impondrían por la fuerza. Ya todos habían dejado sus bicicletas a orillas del río y avanzaban en formación dispuestos a negociar ventajosamente. Los recién llegados se asustaron y dejaron sus carruajes, sus caballos presintiendo que sería imposible torcer la voluntad de esos seres. Fue muy divertido ver cómo caían los seres alados al primer trote del caballo y cómo se raspaban codos y rodillas los recién llegados intentando dominar ese monstruo de dos ruedas. Ya sobre el atardecer, ambos bandos manejaban diestramente sus nuevos vehículos. Sacerdotes de túnicas azules llamaban por altoparlantes a los recién llegados para que hicieran acto de presencia ya que la banda estaba acabando los acordes alegres y empezaría la consagración de la nueva patria. Pero los recién llegados, por miedo a que los seres alados se arrepintieran del canje de vehículos se tomaron las de Villa Diego. Fue suficiente con que uno de los seres alados le entregara a su canjeador un paquetito con parches y otras menudencias para que todos reclamaran lo mismo. En fin, los recién llegados se transformaron en rápidos huidos y los seres alados en briosos jinetes. El susto fue cuando ya en la orilla del río empujaban a sus caballos hacia la corriente. Los animales se negaban y para sorpresa de los seres alados, se hundían en la arena, se hundían en el agua y a poca marcha los caballos se hundieron en el fondo del río y siguieron su camino hasta desaparecer de la vista de todos. No hubo por lo tanto, tal fundación. Quedó sí, asentado el intento. Los recién llegados volvieron a sus pueblos montando ese bólido metálico en el que todos los habitantes del pueblo querían ir a dar una vueltita. Era de ver la alegría de esos seres simples cuando la bicicleta remontaba vuelo. El periodista que se ufanaba de semejante hazaña de buceo quedó patitieso cuando vio pasar la formación de seres alados montados en sus caballos hacia las profundidades del océano. La nota que él creía sería la sensación de la época resulto ser una columnita de un aprendiz de la palabra periodística.  Los sacerdotes de túnicas azules resultaron ser cómplices de una maniobra perturbadora de la historia. Un plan perfectamente diseñado para apoderarse de la tracción animal y dejarles a los usurpadores espejitos móviles que no los llevarían a ninguna parte. Pero ya se sabe cómo hacen los hacedores de los manuales de historia. Pusieron una fecha, varios nombres, el beneplácito de todos, pero esta historia de canje de bicicletas por caballos no figura en ninguna parte. Cualquiera tiene el derecho a pensar que es pura invención, como tantos otros que por provenir de donde provienen nadie los puso en duda jamás.






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