LA MANO DEL DIOS IMPERIAL
La mano del dios imperial desató la batalla.
Primero ocurrió lo de siempre: maldiciones e insultos al arquero que no supo anticiparse al hábil delantero. Faltaban quince minutos y podíamos empatar y aventurar la definición a penales, tras el alargue.
Desde las casas y los bares sumamos el aliento al puñado de hinchas (un chárter organizado por la AFA y algunos connacionales diseminados por Alemania) que en la tribuna lateral vivaban al equipo nacional.
Pero el juego habilidoso de los ingleses abortaba una a una nuestros esquemas tácticos. Sin embargo, insistimos, con esa caballerosidad que nos caracteriza: ordenados y férreos. Nuestro juego pulcro y estudiado chocaba con la displicencia del rival, que nos estaba literalmente pintando la cara. A medida que corrían los minutos crecían nuestros insultos al árbitro mal parido que no había cobrado esa mano evidente. “Desde Marte se vio, hijo de puta” gritó un compañero de mesa, a esa altura con varias cervezas en el coleto. Nuestro capitán Maradona se ganó la primera amarilla por sus airadas protestas. Y los ingleses continuaban con su juego vistoso y alegre, para euforia de su hinchada que había llenado las plateas bajas. No podíamos creerlo: habíamos ido de banca y terminábamos de punto.
Los minutos corrían y nos entró la desesperación. La copa se nos iba de las manos. El pitazo final abrió las compuertas de la furia. Desde la Casa Rosada el presidente decretó la guerra. De un salto tomamos Las Malvinas y con el apoyo de los hermanos chilenos y el beneplácito de la Armada norteamericana, partimos hacia la infame Britania. Londres era el objetivo. El escarmiento llegaría de manos de nuestros valerosos soldados, hechos de infinitos gestos patrióticos.
Un gol así, mal habido, no podría quedar impune. El desembarco fue apoteótico. La celeste y blanca trepó en el Palacio de Buckingham para estupor de los reyes. El bombo de Tula y su comparsa recorrió las calles de un Londres que no estaba brumoso como se ve en las películas.
El Tribunal de La Haya dictaminó a favor de los ingleses. Ellos crearon las reglas y no había cómo contradecirlo. Nuestros sacrificados muchachos debieron emprender el regreso sin gloria, con el gol adjudicado, masticando la venganza.
Y el tiempo de la revancha no se hizo esperar. Cuando la delegación inglesa se paseaba oronda por las calles de Buenos Aires, desde los balcones llovió aceite hirviendo sobre sus cabezas, una gesta del habitual comportamiento patriótico de nuestros vecinos porteños, espejo donde nos miramos y los adoramos, desde el resto del país. Ese doce de agosto pudo haber quedado como la fecha de la gran revancha, la reconquista de nuestro orgullo nacional. Pero ya se sabe cómo ocurren las traiciones. Los tuvimos a nuestra merced, rendidos a discreción, según las actas labradas. No tuvimos mejor idea que alojar al detenido demorado jefe de la delegación inglesa en la casa de un amigo suyo, miembro de una logia que hoy pondría los pelos de punta a los defensores del alicaído mundo occidental y cristiano. Una casa que era una posada para grandes visitantes aunque en realidad era la sede de inteligencia, el punto de reunión de la exquisita vida social y cultural de las embajadas, con nuestras damas engalanando las fiestas. Allí estuvo ella, agente foránea, amante del héroe nacional quien tuvo que reconocer su imprudente actitud. Es que la muchacha lo envolvió con sus encantos. Nuestro héroe capituló. Los libras esterlinas que teníamos las usamos para apaciguar la voracidad de los acreedores cuando nos decretaron el primer default (después vendrían otros pero ya estábamos curados de espanto) y no hubo manera de reanimar el alicaído orgullo nacional. Habíamos perdido la contienda. Éramos el hazmerreír del mundo. Y nosotros, con nuestra acostumbrada flema, le contestábamos que se perdieran en el culo la mano de dios, total, dios es argentino y nos daría enmienda apenas ordenemos nuestras cuentas. Todavía no sabíamos que íbamos a tener un Papa argentino y un negro en la presidencia de EEUU. Todavía no sabíamos por cual puerta nos iban a llevar a las salas del mundo.
Entretanto, en los potreros surgían payos, burritos, apaches y conejos para darnos consuelo. Y nos fuimos haciendo amigos de los enemigos de nuestro enemigo jurado.
Pero esperen a que presidamos las Naciones Unidas y lo aprovechemos para sacar un decreto de desagravio. Porque, reconozcámoslo de una vez, esa mano aún nos duele, como un cachetazo afrentoso. En las vitrinas nacionales falta esa copa, pero ya habrá algún argentino, experto en estas lides, que cortará la mano de dios y será nuestro triunfo histórico.
Comentarios
Publicar un comentario