El tema se me metió como una tentación al pasar frente a una pizzería. Olvidarme de todo y entrar, buscar una mesa apartada, pedirse dos o tres porciones, una birra y que se hagan agua los helados. No era una simple fugazza ni una de triple queso. Se trataba de dejarme llevar con el nuevo proyecto.
Hasta ahora no se pudo perdurar más de la cuenta, aceptando el dicho de que todos tenemos los días contados. Al menos con el proyecto habría una remota posibilidad, descreído como soy, de despertar cien años después. Y me pareció bien, porque como venía la mano imaginé que no duraríamos doscientos, antes explotaríamos por los aires y chau pinela. Pero antes me comería una pizza especial con una birra helada porque cien años es mucho tiempo y vaya uno a saber si a la vuelta las pizzas no habrían sucumbido con la macdonalización o porque se haya terminado de imponer la plastilinización, la comida de los astronautas, con la que han ido ya los primeros exploradores de Marte. Claro que no ha vuelto ninguno ni sabemos si llegaron, o tal vez aquello es demasiado hermoso y no quieren compartirlo con el resto de los mortales. Lo cierto es que la vida se está haciendo insoportable y es necesario tomar una resolución.
El mozo puso la pizza sobre la mesa con la indiferencia del que ya está harto de hacer lo mismo así que me callé, no le dije nada de mi proyecto. Destapé la latita y le pegué un trago largo. Después vacié el resto en la copa. Ya con la primera porción en la mano sentí un cosquilleo, como una advertencia. No le di importancia, pero por las dudas le pegué un sorbo sonoro a la copa, me limpié con fuerza la boca con el rasposo papel servilleta. Acabé con la primera porción y enseguida me engullí la segunda. Me pareció que el mozo sonreía. Se dio vuelta, me dio la espalda así que no estoy seguro de lo que dije. La copa estaba vacía, levanté la mano y le hice la seña de otra. Demoró lo que tarda un bostezo, se ve que me tenía en la mira. Mastiqué despacio, me acordé de la maestra de cuarto cuando nos enseñó a comer, porque decía que éramos unas bestias tomando el desayuno, que había que masticar despacio, con constancia, así le alivianábamos el trabajo al estómago. Me quedó el consejo y cada vez que estoy atribulado y le doy a la comida como un descosido me acuerdo de la maestra de cuarto y cambio el paso del masticar. Al llegar a la cuarta porción, suspiré hondo. Me pregunté si estaba seguro de mis intenciones de criogenizarme. Ya me había aprendido la palabreja y me salía de corrido cuando avisaba a mis alegados de la intención. Me palmeaban, y se reían, como cuando aprendí la palabra desmanicomialización que me costó mucho más, un par de años hasta que salí del hospital. La verdad es que sopesé cien años de heladera con la media especial en el plato de madera. Me sentí vulgar, un común de los mortales, cuando se me cruzó por la cabeza eso del pájaro en la mano que la bandada en vuelo. Por las dudas me di un plazo, me dije que mientras avanzaba por las porciones restantes iría desbrozando de telarañas el camino de la eternidad. Porque alguien me había convencido de que en cien años la eternidad se compraría en los kioscos, que podías morirte y renacerías de las cenizas, aunque ese verso ya venía de lejos y no le presté atención. Al llegar a la última porción, levanté la mano, iba por la quinta birra. El mozo me ahorró el trabajo de destapar la lata y me sirvió en una copa más grande, un balón, todo el contenido. La espuma blanca besando el borde de la copa, el rocío que se formó alrededor, el color inconmensurable me espabiló. Qué había estado tramando con mi vida. Apuré el trago, levanté la copa a la altura de los ojos del mozo, le dije salud y pedí la cuenta. Piano, piano, me dije. Le pedí al mozo que me envolviera el resto de pizza.
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