Retrato en carbonillas

 VERSIÓN PRIMERA

En el documento de identidad figura con el nombre de Carlos Joaquín Longhis, aunque desde la primaria lo han llamado Charly. Acaba de cumplir cincuenta años. Nació en Etruria, un pueblito del sur de Córdoba. Su familia se trasladó a Villa María cuando él iniciaba el secundario y fue a terminarlo al colegio Monserrat de Córdoba con la intención paterna de continuar su profesión de Arquitecto.

Le tocó un tiempo de grandes cambios. De a poco se fue alejando, sin compromiso con la facultad, aún cuando su padre pagaba los estudios y se dedicó a hacer retratos en la peatonal. Allí conoció a Claudia, la madre de sus dos hijos que lo abandonó cuando Charly manifestó sus inclinaciones homosexuales. En realidad, fue una buena excusa, una de las tantas y geniales excusas que utilizó para desprenderse de ella, a quien llamaba mi reinita sin corona. Sus amigos fueron ingresando en movimientos políticos o corrientes culturales o libertarios y hippies, mientras él se quedó con la amistad de Peto, un músico delirante, que lo instruyó en el uso de las anfetaminas primero y luego en las drogas que podían conseguirse por ese entonces consumidas en el ámbito cerrado de la pieza del fondo de una pensión de estudiantes del barrio de Nueva Córdoba.

Charly sobrevivía con la cuota paterna y con las monedas de sus retratos, que le alcanzaban para la comida, la pensión y el porrito cotidiano y para enviar todos los lunes una carta certificada a su familia, hablándoles de sus progresos en la carrera y los cursos y seminarios que le hacían imposible ir a visitarlos. Cuando la madre, sospechando un engaño, viajó de improviso a la capital tuvo que ser internada y ya no se recuperó de una depresión aguda. Descubierta la estafa, don Longhis guardó absoluto silencio y mató su tristeza en largas jornadas de trabajo como boletero en la terminal de ómnibus y en los tiempos libres se dedicó a restaurar un viejo Ford “A”, una pieza de colección que no llegó a ponerla en marcha porque la muerte lo sorprendió cuando estaba retocando con masilla los guardabarros traseros.

Fue para esos funerales que se vio a Charly por última vez en Villa María, generando comentarios deplorables por su aspecto y vestimenta. Sin embargo, pocos pudieron ver el llanto en sus ojos y nadie fue testigo de la patética despedida con su madre, internada hacía ya años en el hospicio de Oliva.

Con esas dos vivencias regresó a Córdoba. Esa tarde fue hasta la pensión del Peto y con un apretón de manos, sin palabras, se despidió, dejándole sobre la mesa infecta de colillas y botellas vacías el retrato de un hombre en carbonilla.

Ese dibujo está hoy en la sala principal del museo Caraffa. Allí lo dejó Peto, antes de marcharse. En la plaqueta debajo del cuadro dice: Autor anónimo. Seudónimo: Charly

Artista plástico del movimiento hippie de los 70 que ofreció su arte en retratos en la peatonal de Córdoba. Obra cedida por una persona que quiso mantenerse en el anonimato. En la biografía del autor, los exegetas han armado una historia que se adecua a la enigmática mirada del hombre en carbonilla.

Mucho se ha dicho y se ha debatido. Figura en los mejores catálogos de pinturas y es tomado como modelo. La firma al pie, Charly, parece auténtica. Algunos recuerdan al hippie de la peatonal y traen sus retratos para cotejarlos o dotarlos de valor. Los expertos afirman que pudieron ser hechos por la misma mano, pero carecen de la expresión del retrato del hombre en carbonilla.

El arquitecto Longhis, vestido con formalidad, suele aparecer por el museo los domingos por la tarde. Pasa largas horas, solo, frente al retrato y se retira cuando las luces del salón se apagan.


SEGUNDA VERSIÓN

Hubiera querido que me perdonaras. A la mierda con eso de que el tiempo cierra las heridas o llama al olvido. Cuatro décadas pasaron desde que te dibujé, desde que mi mano siguió la pulsión del alma y mis ojos no pudieron escapar a la acusación en tu mirada, Juan, de tu retrato en carbonilla. Sí, yo te delaté, ahora ya no me caben más dudas y si viví cuarenta años esperando este momento, que me perdonarías, tendrán que pasar otros cuarenta, otros mil hasta el infierno, hasta allá me perseguirán esos ojos que no saben de piedad, de perdón, de olvido. Vuelvo a mirarte y no bajaré los ojos hasta que me escuchés, dejame contarte mi versión, no la que inventé para escapar del terror, no. Esa no fue una mentira, fue solo mi pertenencia de clase, esa que vos repudiabas, que me invitaste a repudiar, que no te hice caso, más pudo Peto, con sus anfetaminas, sus porros su mierda de música y delirios, ahí me sentía mejor, porque en el fondo fui un cagón, tenías razón, los privilegiados somos cagones, tenemos mucho que perder. No perdí la vida y a vos te desaparecieron. Me consuelo cuando recuerdo aquellas tardes en la peatonal, dibujando retratos en carbonilla a los paseantes, Peto con su bajo y la voz de barítono, un dúo perfecto en medio de las corridas de estudiantes, de gases lacrimógenos. Después a la noche me encontraba con vos y leías los clásicos revolucionarios, me mostrabas al Che y su grandeza, sentía orgullo de ser tu amigo, de que me consideraras tu amigo, porque veníamos del mismo pueblo, elegimos la misma carrera, pero vos optaste rápidamente por otro lado y yo me quedé en la vereda, ahí, con Peto que me calmaba y me colmaba. Alejado de vos, me quedé a vivir con el músico y cuando me fueron a buscar les dije que no te conocía y me pegaron y me llevaron al Cabildo, les dije dónde habíamos convivido, total, sabía que no estabas más ahí, pero fue tu viejo el que nos alquiló la casa al lado de la Cañada y desde ahí te rastrearon, desde ahí los conduje y te chuparon.

Claro, huí, tenías razón, los tilingos de nuestra clase zafan, hubo habeas corpus, mi viejo y sus influencias y el avión que me llevó a París, no te diré dónde terminé la carrera porque me escupirías, tenés derecho a hacerlo, pero no sabés las veces que despertaba traspirado soñando con vos, me ibas a buscar, pedías explicaciones del por qué te había delatado.

Vengo a buscar consuelo, que acabe la pesadilla

Acaso sabés que pinté este rostro con facciones similares a las tuyas pero es más que un hombre, son todos los hombres, son todos los que desaparecieron con vos, antes y después, y fue mi último dibujo, arrojé al fuego todo y nunca más pinté, terminé la carrera y desde ahí que vivo en una tristeza condenatoria. Siento como que tus ojos se ensombrecen, que ahora adquieren una luz, tal vez solo yo la veo, la quiero ver, una luz de esperanza que me transmitís, te entiendo, escucho que decís que no, que no fui yo quien te entregó, que cada desaparecido fue delatado por el silencio de todos, que fue el odio de los poderosos y la complicidad de los acomodaticios, sí, es cierto, cada quien que te mire encontrará en tu mirada la de su ser querido, dejame con el sueño de haberte encontrado, que no hay nada para arrepentirse, nada para perdonar, ni habrá olvido.






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