Maruca acaba de comprarse una videoreproductora. Se lo sugirió una compañera del curso de reciclaje y mosaiquismo para adultos mayores. Con un Ahora 12 y otro descuento de promoción le salió muy barato. Al llegar a su casa lo esconde. Les dará una sorpresa mañana, después del almuerzo, a su familia, sobre todo a sus nueras que cree que la menosprecian.
Es sábado a la tarde. Entra al negocio y pide una película para adultos. El dueño la mira con ojos cansados, camina hasta el fondo del local, deja apoyada la mano en el estante de arriba y le pregunta cual prefiere. Ella le dice que elija él, usted conoce más.
Vuelve a su casa con la bolsita.
Tras el almuerzo en familia del domingo, envía a los niños a jugar al patio, reúne al resto en el living y como experta en tecnología, prepara la video. Hay sorpresa en los ojos de todos. Mujeres pundonorosas criadas en el miedo al pecado, muchachos obedientes de los mandatos matrimoniales, la familia normal. La abuela se muestra como ducha en estas lides con la sonrisa amable de nueras y yernos. Maruca se ha aleccionado bien. Las instrucciones del vendedor fueron precisas, las practicó una y otra vez, así que no debería fallar. A mi edad, debo demostrar que no solo soy la abuela que cocina y cuida a los enfermos. Mis nuevas amigas me han hecho entender que debo tomar el resto de mi vida por las astas y está es la primera oportunidad para demostrarlo.
Introduce la película, maneja desde el control remoto el volumen y la imagen, deja que transcurran las primeras escenas de textos y publicidades, apaga la luz y se acomoda junto a su esposo.
La cámara muestra un hotel, pasa por la recepción y llega hasta un pasillo con habitaciones numeradas. Se detiene en la puerta de una de ellas. Entra una muchacha de remera entallada y cabellos ensortijados. Sentado en la cama un hombre, desnudo, se toma el pene; la chica se acerca, se lo sorbe y comienza a desvestirse.
El desconcierto en el living no cabe en los sillones. Maruca se desespera, da unos gritos apagados y se desvanece, mientras el alboroto cunde, entre risas sarcásticas, exclamaciones de incredulidad, miradas perversas y acusadoras a esta abuela zafada. El marido, en una zambullida inusitada para su edad, alcanza el enchufe del televisor y lo arranca de un manotazo.
Se hace el silencio. Los niños espían la descomunal batalla que se libra en el living. Maruca se recupera, pero su vergüenza puede más que sus disculpas y se encierra en el dormitorio, mientras los visitantes toman sus abrigos y parten a sus casas con comentarios ladinos o asombrados.
Es lunes, a las nueve de la mañana. Video Casablanca aún no ha abierto. Los clientes recién aparecen con sus devoluciones cerca del mediodía, pero Julio tiene mucho para ordenar. Han llegado nuevos títulos y promociones interesantes. Prefiere acomodar todo a esa hora y por eso le pidió a su empleado que estuviera a las nueve, como horas extras. Julio no llega y el joven ve sentado en la verja del local a un veterano con una película en la mano. Ve la cara del hombre y no le gusta nada. El hombre golpea la carcasa con la película contra la palma de su mano izquierda. Mira la puerta cerrada y resopla. El joven, por prudencia se aleja del lugar. No sabe qué, pero ve lío en puerta. Espía desde la esquina la llegada de su patrón y cuando ve que estaciona frente al local, se acerca con pasos prudentes.
Julio entra con sonrisa de lunes, descansado, y no alcanza a encender las luces fluorescentes cuando el hombre entra golpeando la película a ritmo de tambor enfurecido. El joven se queda en la puerta, por si se requiere de su ayuda.
La sonrisa que tenía Julio al decir buenos días se desdibuja cuando el hombre, frente al mostrador, lo mira sin pronunciar palabras y golpea la película en su palma con un ritmo cada vez más acelerado. Julio busca algún objeto contundente como defensa; por instinto mira hacia el fondo, por si es necesario escapar. En un instante repasa la escena, busca la cobertura de la película, pero nada puede ver, es una caja negra sin otro aditamento que el papel chiquito con el nombre.
—¿Quién le dio esta película a mi mujer? —truena el hombre.
—Yo, soy el único que atiende aquí.
—Pero usted qué es: ¿un hijo de puta, un depravado, o se cree chistoso?
—Qué problema tuvo? ¿no la pudieron ver?
—Ojalá no la hubiéramos visto, si lo tenía frente a mí le aseguro que lo mato.
—¿No les gustó, no era de su estilo?
—¿Todavía es capaz de burlarse? Le va a costar muy caro. Tengo mis influencias y le voy a hacer cerrar este antro de perdición.
—Por favor, señor, permítame la película. Creo que debe haber un malentendido.
El hombre le arroja sobre la cabeza la película que se estrella contra la estantería de atrás. Julio la recoge, mira su título, busca en el cuaderno el nombre del cliente, Maruca Pellejero y entiende.
En un tono que aplaca al hombre ofendido:
—Discúlpeme, señor, pero quiero explicarle. Ayer la señora Maruca vino casi a la hora de cerrar, se detuvo en el medio del salón y tras el saludo me pidió una película para adultos. Yo la miré, un tanto sorprendido, por la edad, por su manera de vestir, qué se yo, pero uno ha andado un poco de mundo y ya no se sorprende de nada. Le pregunté si tenía alguna preferencia y me dijo que eligiera yo, que seguramente sabía más. Me fui allá, ve, a aquel estante que está lejos de las miradas de todos, que no pueden acceder nadie, ni jóvenes ni niños y que solo lo manejo yo, películas restringidas, solo para adultos, son todas filmes pornográficos que este que llevó es uno de los más suavecitos. Venga, entre por favor, recorra usted mismo el lugar, vea los cartelitos de los distintos grupos, acá tiene películas de acción, para mayores, románticas, para adolescentes, para niños. A la vista de todos. Pero éstas, éstas, son películas para adultos. Y yo a su esposa ¿es su esposa?, le di lo que me pidió. Lamento la equivocación, no hubo intención alguna de ofender o embromar a nadie. Solo espero que no haya pasado a mayores, que hayan tenido el tino de no compartirla con otras personas.
El hombre menea la cabeza, insinúa una disculpa y se va.
El joven entra con cara de susto.
—No habría que cobrarle el alquiler —dice.
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