Sus manos de niño buscan explicaciones en el aire. Con la vestimenta negra, su calva brillante se destaca en el escenario. Nunca le había pasado algo así y ya no tiene escapatoria. Se quita los anteojos creyendo que alguna grasitud en los cristales distorsiona su visión. Con sus dedos afilados frota la gamucita. Sin anteojos queda en tinieblas y el gentío se le transforma en una bulliciosa mancha. Con el tilde de los seguros, guarda la franela en el estuche, calza los anteojos y su sonrisa. Qué estaba haciendo ahí, qué carajo lo unía a los organizadores del encuentro. Escruta al auditorio desconsoladamente. Diversidad de estilos, mezcla rara de capitán y polizonte. El presentador glosa una semblanza, un recorrido por sus años y sus obras, el currículo vital de ocasión.
¿Han venido por mí o es una tertulia de apariencias? ¿Habrán leído algún mísero poema mío, les sonará mi nombre o vendré como un estúpido a sellar un encuentro de compromiso de buen ciudadano, atento a las iniciativas de los poderosos? ¿Esperarán que les diga algo consolador o que los justifique, o me aguardarán hasta el aplauso para desquitarse luego en las mesas del banquete? ¿Qué hacen esas viejas copetudas emperifolladas graciosas sentadas justo detrás de esa parejita con un crío en los brazos, vestida a la que te criaste?
Y el salón que se llena y llegan los rezagados y de pie se acomodan en los pasillos y es un damero social. Se hunde en la butaca y pone un semblante entre reflexivo y jocoso. El presentador parece que estuviera refiriéndose a un comediante famoso o un pensador de enjundia.
Con voz serena, pausada, un tanto afeminada, Manuel lee. Lee, lee, lee. Les larga el panegírico, denso y leve, una espiralada reflexión sobre utopías y realidades y les confronta la vida. Aplauden. Sonríe. Silencio. Mudez del auditorio que no se atreve a preguntarle siquiera cómo se llama.
Acabada la conferencia, Manuel siente una mezcla de fastidio y satisfacción. De su menudo cuerpo emerge una sonrisa arrinconada.
Sigue la programación. Menos mal que se olvidaron de mí. Mi compañero de mesa continúa enhiesto en su silla, a mi lado. Dijo sus palabras preparadas y se calló de gestos, de movimientos, se petrificó y siento su frío de roca.
Y ahora vendrán los aduladores, ay mamita, llévame de aquí.
El esmirriado personaje se me acerca, sabía que lo haría. Lo estuve semblanteando en las pausas de la lectura, dirigiendo la mirada hacia el costado del auditorio desde donde me arrojaba el puñal. Su anticuado saco a cuadros, rémora de pretéritas glorias, huele a encierro, a ropero húmedo apaciguado con naftalina. En su pantalón beige, al tono con la camisa de cuello gastado, se marcan rayas superpuestas trazadas por manos inexpertas. Las manos van y vienen, nerviosas, de los bolsillos al aire, manos ágiles de prestidigitador, y contornean las palabras que van saliendo de una voz seseada, inaudible a los curiosos que aguardan el turno para saludarme. Una mueca cínica con un tic que le tuerce las comisuras. Sin embargo, el tono de la voz no condice con su aspecto. Sabe lo que dice, vino a tirarme la piedra y esconde la mano cobarde. Pero son sus ojos lo que busco, ojos que se me escapan, noche tenebrosa con destellos de luz, una penumbra que me hace andar a tientas. Y lo dejo ir tras un apretón de manos que sin disimulo me hace pasar la mía en el pantalón como expulsando los restos de una babosa.
Y Elena Encarnación Oliva Funes me planta un beso sonoro cuidándose de no arruinar el peinado que tan bien le creó el coiffure. Su corpulenta figura, exagerada por el sacón de piel sintética me inunda de un perfume exquisito. Abre sus brazos como una gallina clueca y me quiere solo para ella. Siento que en mi mejilla han quedado polvos y pinturas. Ahuyenta mi concentración el tintinear de las pulseras que luce Elena Encarnación. Y no puedo dejar de fijarme en esos senos aún apetecibles adornados con un brillante tentador. Levanto los ojos hasta los de ella y me hundo en un vacío molesto. La voz de la dama me sofoca, una voz vacua, torpe, sin gracia, desde una boca con perfectos implantes de caninos, una boca que se gasta en parlamentos hueros. Ay, Manuel, qué lindas cosas dice usted. Y pensar que casi no vengo, pero Virginia me convenció, me dijo que lo vio en la tele, es un divino, Elena, no podemos perderlo.
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