Bar del sur


HARTO DE HOSTIGAMIENTOS SENSUALES, EL PROFESOR DECIDE refugiarse en un bar del sur. Esa manía dicotómica de dividir al mundo en dos mitades lo condujo inexorablemente hasta acá.

Frente a la pantalla, mientras Tinelli se ríe, el profesor repasa su acontecer. Hilachitas de deducciones. Poco a poco se sabe envuelto, cobijado. Siente que la pelea es inútil, que el sabio Discepolín se lo ha expresado en los dos primeros versos y piensa en su madre, cuántas amarguras le ha dado. Después, recorre los desengaños del Trío Los Panchos y es ahí cuando entiende que se está poniendo viejo.

Pide la segunda copa de cognac. Ni en copa adecuada ni bouquet apropiado. Cuando la mujer se le sienta a la mesa la deja hacer. Tal vez ella comprende su amargura. La mujer hace un mohín en el espejito de su cartera, acomoda sus tetas y se arrima a la mesa del solitario del rincón.

La noche fría avisa en los cristales. Los muchachos de Gamsur corren por la avenida y un par de remiseros campanean a sus presas. Hasta acá no llegan los niños de dios ofreciendo sus flores, piensa. En el sur, ya se sabe, circulan los efluvios, anda el paco y la cascarilla.

Es, entonces, cuando se le acerca el hombre de sobretodo mostaza. Con un gesto de ojos le señala la silla vacía. Sin esperar respuesta se acomoda en ella y formalmente se presenta:

Pendenciero —dice—, mucho gusto, puedo ser un personaje de sus cuentos, o de los de sus alumnos.

Con un preciso movimiento de su mano atrae al mozo.

Dos copas de lo que está tomando el señor —ordena.

El profesor ve cómo el intruso calza sus Route 66 tornasolados, con un juego de cintura se apoltrona en la silla vienesa y cercena su visión de la pantalla del televisor.

Vengo a salvarlo —dice.

¿Salvarme, de qué?

Usted lo sabe, profesor, no hablemos de eso.

Es que no lo conozco a usted, ni me interesa hablar con un extraño —dice, y lleva la copa a su boca.

Con la manga del sobretodo el pendenciero barre el vidrio empañado; se despoja de los anteojos y mira a través del cristal. Un juego de luces destella en el espejo del costado y retorna al vidrio.

Yo sí lo conozco, profesor. Y mucho. Las claves de acceso ya fueron violadas desde Watergate y un simple blog es tarea de principiantes. Debe tener cuidado, profesor, hasta lo que piensa puede ser registrado.

Es la nueva herramienta del miedo y yo ya no tengo miedo. Así que, señor, termine su copa y déjeme tranquilo.

Déjese de pavadas, quiere. Hasta cuándo con historias de alas en bicicletas u hombres de telgopor. Pamplinas de intelectuales. Cosa de niños, caramba, usted sabe ponerle carnadura a sus personajes. La literatura es cosa seria, como las piernas de una hembra.

¿Qué quiere? —amenaza.

Ya se lo dije —silabea el otro—, salvarlo.

El profesor parece reflexionar; podría hacerlo desparecer de un plumazo, pero eso solo se puede hacer en los sueños y en la literatura. En la vida real, piensa, los pendencieros nos garronean los talones, nos advierten por dónde ir y no es fácil sacárselos de encima, hacerlos un bollo, mandarlos a la papelera. Tenés que sentarlos a tu mesa.

El pendenciero interrumpe sus cavilaciones:

Hay gente que no agarrará trote ni aunque le lastimemos las verijas y otros que apenas si darán dos pasos en los renglones. No juzgo, digo solamente que son pocos los que pueden sostener un discurso largo sin pisar el palito. Y usted lo sabe, o por lo menos lo enseña, hay que hacerse cargo del personaje hasta el final, que el lector lo vea de punta a punta y el lector del que le hablaré es muy exigente, tiene demasiadas lecturas como para venderle un personaje de cuarta. ¿Me entiende por dónde vamos? Usted escribe, nosotros pagamos; usted se salva y nos salva, o mejor, nos gratifica.

El profesor circula su mano izquierda sobre el vidrio empañado y se inclina hacia el hueco de la noche. Un parpadeo de luces lo vuelve con brusquedad a la mesa.

Un largo silencio. El mozo interrumpe su juego de zapping ante la seña del pendenciero. Otros coñacs reanudan el diálogo.

¿Qué debo hacer?

Eso me gusta más. Por ahora, escucharme. Sé de su paciencia. Y no me interrumpa, déjeme llegar hasta el final.

Amanece cuando los hombres salen del bar. Se estrechan las manos. El del sobretodo levanta las solapas y se dirige hacia el vehículo de las señales. El profesor toma la avenida hacia el centro de la ciudad.

Tal vez la vereda izquierda le parece más apropiada para el retorno.






















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