Broma en el Country

I


Llegaron tarde al country del Colegio de Abogados. La cena había dado inicio y mientras caminaban hacia la mesa de los nuevos socios que les indicaba la recepcionista, no pudieron menos que sentir las miradas irónicas o indiscretas de los colegas. Sus parecidos eran notables, aunque no eran hermanos, ni siquiera parientes. Se conocieron en la facultad y fue inevitable una amistad especial. Las confusiones de profesores y compañeros les causaban gracia. No habían entrado en la etapa de seriedad de la profesión, así es que optaron por ahondar los equívocos, vistiéndose y peinándose de manera idéntica. Ellos sabían lo diferente que eran, en cuestiones como la finalidad de la abogacía, o en ideas políticas, religiosas y deportivas, o el valor del dinero. De todos modos se enfrascaban en discusiones inacabables, concluyendo cada uno en su razón. Llegaba un punto en que se refugiaban en un silencio urticante. Sobre mujeres no hablaban, era un tema reservado.

Cuando se acomodaron en sus sillas contiguas, ya pasado el sofocón de ojos curiosos y entre bromas y un prematuro brindis, la vieron. Probablemente la vieron al mismo tiempo y cruzaron una mirada incómoda y disimulada. Ella sonreía, les sonreía con malicia, provocativamente. Hubo un momento de tensión cuando creyeron que se levantaba para venir a saludarlos y fue sólo un cambio de asiento con otra colega, quien parecía divertirse con la situación. La turbación de los jóvenes abogados quedó en evidencia cuando el que denostaba el dinero, en una torpe maniobra, dejó caer su copa al suelo, con el consiguiente alboroto y sonrojamiento. Pasado el mal trago, se abocó al arrollado de pollo intacto en su plato, mientras el otro le cubría su vergüenza con chanzas contenidas. Ella los seguía mirando. Estaba a dos mesas más allá y entre el griterío y la urgente actividad de los mozos, se las ingeniaba para hallar el espacio por donde mantener sus ojos en ellos. En realidad, no miraba a ninguno en particular. La mirada caía en la mesa, difusa persistente. Ella comía con leves movimientos de manos, Llevaba su comida a la boca con lentitud estudiada, mientras movía sus cabellos ensortijados en continuos balanceos. El de la abogacía como principio de justicia, a la hora del postre optó por levantarse con la excusa de ir al baño. El calor del salón y sus continuos sofocones le pedían noche de estrellas y humo de cigarrillo. La mujer parecía estar esperando ese momento para dejar su asiento y dirigirse hacia el jardín. Todo lo vio el abogado de principios más elásticos.

El precavido, ya en el baño, disimuló sobre un mingitorio y se dirigió hacia los jardines del country, seguro de encontrarla ahí. No estaba. Un tanto nervioso buscó por los alrededores del salón. Confundido, volvía cuando de sorpresa choca con su amigo. Una risita surgió de entre los árboles. Miraron hacia allí y un bulto se escurría entre las sombras. Volvieron a sus asientos. Ella estaba ahí, con los ojos puestos sobre ellos. Un eco sonoro de esa risa del patio alcanzaron a oír desde la mesa de la abogada.

No supieron de qué tema hablar. Los vecinos de asientos disputaban verbalmente con los comensales del frente. La orquesta ya estaba en el escenario y pronto vendría la cantante a amenizar la velada.

Al fin, el atrevido habló. Le dijo acercando su boca al oído del amigo, que esa mujer que ves allá, la de vestido turquesa, es mi novia. El precavido pareció asentir y festejar a su colega. Con idéntica actitud, habló al oído del otro. Ves esa morocha de vestido aturquesado, pues esa es mi amante.

No supieron si la elección fue una coincidencia en los gustos o si, en realidad, la morocha aturquesada quiso probar hasta dónde llegaban sus parecidos. Lo cierto es que, cuando vieron la espalda desnuda de la mujer dirigiéndose hacia el escenario, los ojos de varios abogados, acompañando una mueca burlona, se posaron sobre los nuevos integrantes del colegio.


II

Sonia se prestó para nuestro juego. Era un plato fuerte y no podíamos desperdiciarlo. Ya sabemos cómo son los jóvenes abogados. Imbuidos de un título pasaban a integrar la comunidad del colegio y estos dos flamantes egresados nos iban a dar un momento inigualable. Conocíamos cómo habían aprovechado su notable parecido para mofarse de compañeros y profesores. No eran hermanos ni parientes. José Gallardo era un joven aplicado, un idealista, de apariencia jovial. Eugenio Vasconcellos no puede decirse que halla sido un estudiante aplicado. Pero se las ingenió para obtener su título. Seguramente más de un examen lo aprobó con la anuencia de su amigo José.

Lo cierto es que Sonia, nuestra inefable Sonia de buena gana nos secundó en el plan. Los enamoró con sus dotes, a quién no, los llevó a su cama fingiéndose rendida y mantuvo sus amoríos alternados sin que los implicados pudieran sospechar el juego. De más está decir que Sonia es un juguetito dulce que tenemos los de la comisión y que amen de sus dotes amatorias tiene una voz conmovedora. Es abogada, con un título obtenido no en los estrados de exámenes sino en juntas nocturnas en las que cada profesor hemos puesto nuestra nota aprobatoria.

Cuando la noche de admisión en la cena del country los vimos aparecer, ya un tanto preocupados por la tardanza, nos preparamos para asistir a una fiesta memorable. Y Sonia hizo lo suyo a la perfección. Con la sutileza que la caracteriza, sentada a poca distancia de ellos, los fue provocando con la mirada, mientras la cámara oculta nos fue guardando cada uno de los gestos de incomodidad y confusión de los muchachos. Lo apoteótico llegó cuando José no pudo contenerse más y se levantó con la excusa de ir al baño. Sonia se escurrió entre la multitud y el pobre de Eugenio quedó en un desamparo total. Se levantó atolondrado y salió en busca de su amigo o de Sonia, no podía tenerse en sí, hasta que casi hace chocar su nariz contra la de José. Ya en el jardín, la risa de Sonia los desconcertó. Una aparición entre los árboles y su retorno a la mesa, mientras los dos amigos se debatían vaya uno a saber en qué dilemas. El momento culminante fue el esperado: la confesión de partes, el secreto en el oído del amigo con los ojos puestos en Sonia y la descomunal Sonia con su vestido turquesa dirigiéndose al escenario para anunciar la proyección sobre el telón de fondo de un cortometraje recién filmado.

Perdimos dos posibles cofrades en el colegio, pero nos divertimos en grande.


 

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