Colonia Húngara





El Renault empezó a fallar, como si una basurita se le hubiera metido en el carburador. Me detuve al costado de la ruta, en un montecito de olmos, e intenté solucionar el problema. Destapé el carburador y soplé como había visto hacer a un mecánico.

Arranqué; habré andado dos o tres kilómetros y otra vez la falla, ahora con un ruido raro. Paré y vi unos metros más adelante el cartel indicador: COLONIA HÚNGARA, CINCO KILÓMETROS. Eran las cuatro de la tarde, me faltaban tres horas para llegar a mi casa y y pensé que si encontraba un mecánico ducho en ese pueblo sería apenas un retraso de una horita y para la cena estaría en mi casa. Llegué hasta el cartel, vi el camino que salía hacia la derecha y me detuve en la banquina. Un poco más adelante había un hombre sentado, de ropa simple, en una garita de transportes.

Bajé y le pregunté si él era de ese pueblo y si conocía algún mecánico. Me dio el nombre, de pronunciación difícil, y la ubicación del taller a media cuadra de la plaza.

Enfilé. El camino era ancho, sin banquinas; un pedregullo gris cubría el terreno desde un alambrado al otro. Encendí la radio, la señal se cortó, corrí el dial y era un chillido que apenas sobrepasaba el ruido de las cubiertas sobre las piedras. Anduve una hora, y ni rastros de la Colonia. Dudé, serían cincuenta kilómetros, tal vez algún pícaro le había sacado un cero al cartel. Seguí, a la espera de un vehículo, alguna señal. Solo el ancho camino recto, llano, ni una sombra a los costados, ni carteles ni tranqueras, y más allá de los alambrados una cortina verde clara de sembradíos. Caí en la cuenta de que el motor funcionaba bien. No tenía sentido continuar, mejor volver, tal vez era eso nomás, una basurita. Paré. Sin certezas, abrí y cerré el capot, giré y volví hacia la ruta, harto del ruido del pedregullo. No hice cien metros cuando el puf, plop, paf y otros me obligaron a retornar.

Seguí y no podía sacar de mi cabeza los crueles pensamientos que se me cruzaban. La aridez del viaje exaltaba el gris porvenir.

Me dejé ir. Un surtidor manual de YPF, a la izquierda, me alertó que habría llegado al pueblo. Eran las siete de la tarde, tres horas para cinco kilómetros. Un hombre con ropa similar al de la garita se me acercó y sin decirle buenas tardes le increpé que cómo era posible que hubiera tardado tres horas para hacer cinco kilómetros. Ah, sí, me dijo, suele ocurrir. No quise preguntar. Debía cargar nafta, tras la marcha tendría escasez en el tanque. Miré el marcador de combustible, la aguja más allá de la mitad, me dije que no era necesario recargar. Menos mal que no estaba mi mujer porque me hubiera cuestionado, que yo siempre al límite, que le ponga nafta, que uno no sabe y me recordaría las veces que nos quedamos en la ruta por mi terquedad o desidia o por desafiarme en estupideces. Como si mi mujer estuviera sentada en el asiento del acompañante, le dije al tipo que le pusiera cien pesos. Giró una manivela del surtidor como a un autito de juguete y demoró en cargar un tiempo imposible. La aguja apenas se movió. Le pregunté por el mecánico y me confirmó la dirección.

Apenas pasada la esquina noreste de la plaza, a mano derecha, la segunda casa con portón gris, ahí estaba el taller mecánico. Golpeé con los nudillos el portón de chapa acanalada; un perro ladró con desgano. Volví con los golpes y me asomé por encima del portón; en realidad, me trepé y vi al fondo un tinglado de chapas, con autos desarmados; ahí fue cuando el perro me saltó y casi me muerde la mano. Enseguida, apareció el mecánico. Me miró, miró hacia el Renault estacionado frente al portón y se quedó esperando que hablara. Vestía mameluco gris con un delantal que habría sido blanco. Le conté. A ver, a ver, me dijo ¿usted viaja con los vidrios bajos o enciende el aire? Le dije que prefiero el aire, porque puedo escuchar la radio. ¿Y qué radio sintoniza mientras viaja? No sé lo que le dije, inventé. ¿me puede decir qué medicamentos está consumiendo? Me turbé; son muchos, le dije, para la tensión, la migraña, el colesterol, la gastritis, la… ¿siente cosquilleos en la planta del pie cuando maneja? ¿le duele la espalda? Titubeé. ¿cómo siente al asiento? ¿mullido? ¿lleva rueda de auxilio? Sí, claro, dije. Le fui respondiendo, sorprendido por mi disposición a contestar hasta la cosas íntimas. Me dejé llevar. ¿Me puede mostrar su equipo de herramientas de emergencia? Fui al auto a buscarla. Dejé el baúl abierto. Cuando le mostré mi cajita azul con dos llaves, una pinza, la tenaza de mi viejo, un pedazo de alambre, estopa y una bujía herrumbrada, me miró indignado. Si usted cree que con esto se arregla un auto está chiflado. Así, sin dudar me lo dijo, me lo gritó. Luego pasó al auto ¿Cómo hacía? Puf, puf, ploc, le dije. ¿Cómo?, repítamelo. Puf, puf, ploc, ¿y cuántas veces lo oyó? ¿qué? le dije, ¿el puf o el ploc? No, los dos, y si antes lo había hecho alguna vez y si sabe… Me quedé callado y casi me largo a llorar. Ahí se apiadó el tipo y me señaló un banquito y que me quedara quieto, que por favor no pronunciara ni una palabra. Me pidió la llave, se acercó al Renault, bajó la tapa del baúl con estrépito y con un par de maniobras certeras entró marcha atrás hasta el tinglado del fondo. Levantó el capot. Se concentró, hizo una señal de la cruz, aunque más compleja, estuvo largo rato con la cabeza metida en el motor. Con parsimonia salió, se sacudió el delantal y dijo: por poco, lo funde, amigo. Que lo dejara solo, que no le gusta que se metan en su trabajo, que apenas tenga noticias me avisaría, que fuera a la posada de la vuelta, descanse, se lo nota alterado, relájese hombre que no es para tanto.

Anochecía. La Posada Debrecen queda en la manzana de la plaza. Pasé frente al templo religioso y metros después vi el cartelito de madera de la posada. Di dos o tres golpes a la puerta, con una mano de bronce, varias veces hasta que salió una mujer. No pude apreciarla en ese momento. Enfundada en una túnica gris y una mantilla blanca, con anteojos inmensos de sol, me preguntó qué quería. Le dije de mi necesidad de descansar un rato hasta que el mecánico me arreglara el vehículo. ¿Un rato le dijo, nada más?, inquirió. Sí, un rato, eso me dijo. Carraspeó la mujer. Se sacó los anteojos, unos ojos profundos me cohibieron. Me dijo que me sacara los zapatos para entrar a la posada. No me pidió nombre, nada. Llevaba mi bolsito de viaje, un morral con los medicamentos y enseres higiénicos. Me dijo que la siguiera. Aspiré su perfume y me turbé. Salimos a un patio jardín y me indicó la última habitación, al fondo a la izquierda. Al punto de abrir la puerta con la llave gigante que me dio percibí claramente el ladrido del perro del mecánico. Un paredón bajo me separaba del animal. Arrimé un cajón de manzanas, me asomé y vi que el mecánico tenía la cabeza metida debajo del capot. Se enfureció el perro y me tiré de cabeza.

Entré a la habitación, inquieto. Solo la cama y una silla de esterillas con una lámpara de pie. Sobre la mesa de luz, un cenicero. Sin señal en el celular, sin batería, me arrojé a la cama, volaron los zapatos y cerré los ojos. No me podía contener: decidí apurar al mecánico cuando con un golpe suave de nudillos en la puerta la mujer me avisó que el mecánico fue a reparar una pieza, eso me dijo, y que hasta las diez de la mañana siguiente no habría novedades. Me ofreció un sándwich y le dije que no.

Dormiría. De alguna manera me había sacado de la cabeza a mi mujer, a mi jefe, al vecino odioso que me reclama por mis perros que no lo dejan dormir, me dije que era una buena ocasión para pensar.

Se ve que estaba agotado porque me desperté a las nueve y media de la mañana.

Ni siquiera había tomado el Benadryl. No recuerdo haber dormido alguna vez tantas horas seguidas. Tenía una nota del mecánico pasada por debajo de la puerta. Está rota la tapa de cilindro y me llevará tiempo repararla. Dese una vuelta a eso de las cinco de la tarde. Casi me muero. Busqué un Clenozepal y la caja estaba vacía. Tenía que quedarme un día más. Buscaría una farmacia, un lugar para almorzar, dormiría una siesta y se harían las cinco de la tarde. Confié en el mecánico. Tenía pinta de saber, además de que no quería que otra vez me hiciera sentir un ignorante. Todavía me dolía cómo se mofó cuando le explicaba que el motor hacía puf, puf, ploc, y él me pedía que se lo repitiera. Y cuando me preguntó qué le toqué, y me dijo hombre, con esas herramientas solo puede arreglar los juguetes de sus hijos, ¿tiene hijos? Negué, mi mujer no puede y no quiere adoptar, y creo que el tipo de compadeció. Y ya no le dije más nada y lo dejé hacer. Me hizo sentir culpable cuando me mandó al banquito, me miraba, refunfuñaba, hasta me pareció que se me reía.

A las diez de la mañana salí a la plaza. Hacia la izquierda, a no más de doscientos metros se veía el surtidor de YPF. Al menos ya tenía un punto de referencia. Crucé la plaza, busqué alguna calle lateral. No anduve cien metros cuando apareció lo que pensé sería una bici senda. Un poco más ancha, con muchas curvas, con una línea azul o celeste hacia el interior y otra roja, doble, hacia afuera del pueblo. Imaginé un circuito en torno a la colonia y vi, más allá , trozos de camino asfaltado en estado de abandono. Supuse que sería un nuevo trazado de circunvalación y que si seguía por él volvería al punto de partida. Salí de la bici senda y me metí en la primera callejuela que me apareció. No eran calles, ni cortadas, supongo que en las villas miserias, en las favelas brasileñas deben existir meandros y refugios y bocas de lobo que solo conocen los que viven ahí. Todo me resultó irregular, las casas de revoque, sin un trazado lineal de barrio, aparecían en cualquier lugar y debí estar alerta para no entrar a ellas. Una mujer y una niña venían detrás, pensé que me seguían. En una esquina múltiple creí perderlas de vista y aparecieron caminando delante de mí. Las seguí y llegamos a una garita donde había personas esperando; se darían cuenta de que no era del pueblo, imaginarían intenciones oscuras, por lo que me alejé de la mujer y la niña, vi un negocio abierto, una peluquería, quien atendía no se sabía si era hombre o mujer y le pregunté, debí preguntar por dónde volver a la plaza del pueblo. El tipo o tipa me miró, me sonrió de manera extraña, creo que era lelo, que algo no le funcionaba y apareció quien podía ser su madre que me requirió colaboración para un dispensario, un grupo, que le comprara un número de rifa, algo de eso. Es ahí cuando se juntó más gente, me sentí como acorralado, envuelto en una conversación imposible. Uno de los muchachos dijo que él necesitaba que la intendenta le concediera la casa, él quería la casa, aunque apenas si tendría veinte años, me pareció que no se la otorgarían. Le conté de mi sobrina, que tenía residencia en su ciudad, era profesional y recién luego de muchos años le dieron la casa. Al final, uno de los tipos se ofreció a acompañarme hasta la plaza. Me dijo que había peligro por las calles cortadas por la remoción de tierras. Que era común perderse en la Colonia y que, con el tiempo, aprendería a guiarme solo. Le conté lo del auto y que luego me iría. Quién sabe, me dijo.

En mi reloj era mediodía cuando llegamos a la plaza. Nadie en las inmediaciones, la iglesia estaba abierta. Me dije que quedaría bien con mi mujer cuando le contara, un rezo pidiendo por la salud de su madre, para que todo salga bien. Abrí la puerta alta, de madera maciza y me encontré con una caja blanca, cuatro paredes, una mesa y el púlpito. En la pared del fondo un crucifijo de madera y un par de cuadros. Había una inscripción, con la fecha de fundación, iglesia luterana, algo así como las alas abiertas para cobijar a los fieles de todos los credos.

Salí del templo y no tenía sentido volver tan temprano a la posada. Tenía hambre, vi el surtidor, le preguntaría al hombre por un restaurante, por una farmacia. Me reconoció. Me preguntó por el Renault y le conté. , me dijo, suele pasar. Ansiaba ver el camino de pedregullo, verlo para sentir que por ahí saldría en cualquier momento, no sé si impaciente, pero me afectaba una confusión inexplicable. Varios senderos salían desde el surtidor como rayos de bicicleta. Le pregunté por el camino de piedras. Me miró con intriga. No, me dijo, solo hay estos que salen desde aquí, que no conducen a ninguna parte. No quise quedarme con la duda. Tomé el que apuntaba al oeste, por intuición me parecía que por él había entrado. A los doscientos metros se cortó abruptamente: una masa gris, pétrea, desértica. Retorné y supuse que el hombre del surtidor estaría expectante de mi incursión. Al reparo de una pared, sentado en un banco, aparentaba dormir. Probé hacia el este. Volví. , le dije, son como calles sin salida. Claro, me dijo, a veces no nos quedan más salidas. Le pregunté por un restaurante. Me dijo que en la esquina de la plaza una señora prepara la comida para gente como usted.

Una casa común, con puerta de orfebrería. Di tres golpes a una mano de bronce similar a la de la posada, y la mujer me hizo pasar. Lo esperaba, dijo. Me guio hasta la sala, una sola mesa con un cubierto. En silencio, trajo un plato humeante, pastel en fuente, un aroma apetecible. Cuando pedí la cuenta me dijo que después le pagaría todo junto. Pensé que me iría del pueblo sin pagarle.

Volví al hotel, a la posada. Para ahorrarme el enojo de la dueña llevaba los zapatos en la mano. La mujer no estaba. En su lugar, sentado como una estatua de piedra, un muchacho. Apenas me dijo buenas tardes y me dio la llave. Vi el teléfono, un poco antiguo, sobre el mostrador al lado de una lampara de pie que tenía encendido un cabo de vela. Le pregunté si podía hacer una llamada. Se movió de hombros como diciéndome que no le importaba lo que yo haría. Levanté el tubo y vi una mueca de sorna en el muchacho. No hay peor silencio que el de un teléfono que no funciona. Ni siquiera un ruidito, un chillido, el sonido de las teclas en el tubo. Nada. Muerto.

Dormí la siesta, convencido de que a las cinco el mecánico me entregaría el Renault. Soñé con mi jefe. Me decía que las editoriales necesitaban de mí para que las revistas inundaran al mundo, que era una lucha a muerte con las redes, que ya estaba en marcha el plan de destrucción de internet y celulares. Quise contestarle, que no quería, y aparecieron mi mujer, mi padre, mi suegra, el jefe y mi secretaria amante, señalándome con el dedo y me vi huyendo por un camino de piedras.

Cuando desperté, por instinto tomé el morral y comprobé que me había quedado sin medicamentos. Nunca había estado más de un día fuera de mi casa, apenas llevaba para una emergencia.

A las cinco de la tarde el mecánico me comunicó que no podía reparar la tapa, que la llevaría a un experto que podría repararla entre mañana o pasado. Sentí que el mundo conocido se me caía encima, extraviado en otra dimensión como tomar por un camino en sesgo en la creencia de acortar, avanzar y al final darme de narices.

Me dije que no me quedaría quieto y me internaría en el pueblo.

Me di cuenta de que lo que yo llamaba bici senda era el origen del manojo de venas y arterias por donde circulaba la vida. Algunos transitaban por ella, caminaban o apenas andaban un trecho y luego se internaban entre las casas. Más allá estaba la desolación. El primer día no lo pude apreciar, pero cuando ese día quise trasponer la senda, saltar las lineas rojas, introducirme al páramo, una pulsión severa me volvió, me empujó hacia atrás, como un viento fuerte. No quise intentar y anduve. Veía que la gente entraba y salía como si fuera un atajo inevitable. Me bajé de la senda y me interné en el caserío. Supuse que encontraría al peluquero y fui esquivando las casas, mientras la oscuridad avanzaba. Inútil, no tenía referencia alguna, un laberinto de construcciones al azar, aunque imaginé que cada habitante tendría un mapa para moverse, aunque no encontraba un signo distintivo, algo que me guiara.

Retorné a la bici senda, interminable y seguí, olvidado de los demás. Ya era noche cerrada cuando llegué a la entrada de un galpón gigantesco, y percibí que allí se acababa todo el flujo de la colonia. Me acerqué y husmeé. Entré a un depósito. Un empleado con mameluco de trabajo me salió al encuentro. En uno de los costados un tobogán de hierro caía desde el techo trasparente y llegaba hasta una tolva, un contenedor. Después supe que era la compactadora. Arriba, vi pilas y pilas de revistas, diarios, fascículos,l ibros, una luminosidad hiriente dejaba ver los títulos y no me atreví a preguntar. Habrá visto mi cara de asombro que el tipo me dijo: acá se destruye todo el papel del mundo que nadie lee. Me señaló una máquina en la boca del tobogán. Venga de día y verá el espectáculo. Buenas noches.

En el silencio percibí claramente acordes de una melodía.

La música me llegaba desde el fondo del larguísimo galpón. Vi el cortinado divisorio, gris claro, con filetes negros, del tamaño de diez pantallas cinematográficas ensambladas. Me asomé. Detrás del cortinado estaba el gentío. Tal vez exagero, pero eran cientos de parejas bailando y cientos más alrededor, sentados los más viejos, los niños haciendo una ronda, de la mano. Entré. Nadie reparó en mí. Me sentí ridículo, mi remera con inscripciones, el vaquero, desentonando frente a la pulcritud de la vestimenta de los hombres, los vestidos con volados blancos de las mujeres, el gris uniforme del resto. Me quedé en un rincón viendo. Un hombre con delantal me ofreció una silla y se lo agradecí.

Me dio risa la forma de bailar de las parejas, ellas con las manos sobre los hombros de ellos, como para frenarles cualquier intención, y ellos con las manos enlazadas detrás de la cintura de ellas. Empezaron despacio, aburrido, hasta que adquirió un ritmo frenético que cesó con el acorde final.

Ya calientes los pies, la ronda tomó vuelo, cada vez más las polleras al aire, los hombres sosteniéndose para no caer en los giros y la hermosura cuando la música menguó, se detuvo y recobró la energía, los chicos exaltados viendo cómo terminaría el baile; de pronto empezó como un zapateo, un subir y bajar las piernas y las mujeres que sacaron un pañuelo y juguetearon, se atrevieron a insinuar partes de sus cuerpos, riendo y provocando.

A esas alturas las piruetas, pasos, saltos, con sus botas de media caña me dije que al menos había tenido un espectáculo gratis. Y vino otra melodía más y otra, y sentí que era hora de volver a la posada. Caminé hasta la otra punta del salón y salí. Era incesante el entrar y salir de gente por andariveles bien delimitados. Estaba claro que el flujo sanguíneo del pueblo conducía hacia el baile.

Amanecía.

Me pareció que había divisado el surtidor y quise acortar el camino y me interné por una callejuela que supuse me llevaría hasta la plaza y la posada. Me perdí. Por azar recobré la senda y caminé, cansado ya, sin darme cuenta de que estaba volviendo al salón de baile. Me sentí ridículo al pensar que podría conseguir un taxi que me devolviera a la posada. La fiesta seguía, como una fiesta perpetua.

No quise extraviarme otra vez y tomé por la senda. Era mediodía cuando llegué al surtidor y enseguida a la posada.

De a poco, empecé a dormir sin pesadillas, me olvidé de remedios; el Renault quedó en el arreglo eterno del mecánico, pasó un mes, dos, y ya no fui más a verlo.

Todas las noches, ahora sí, tomaba la bici senda y de a poco me animé a cortar camino. Me bastó seguir a la posadera, primero con temor, porque ella se ponía su mantilla blanca y del brazo de otra mujer salía hacia el salón del baile. Tuve la certeza de que sabría llegar por el camino que ella tomaba. Quise ser discreto, a una distancia prudencial, pero cuando ella apuró el paso me quedé trancado en medio del laberinto infernal de casas.

Al final, aprendí a ir cada noche por un trazado diferente. Seguía a la posadera, hasta perderla. Esperaba que alguien pasara y lo seguía e inexorablemente lo perdía de vista; era muy difícil acertar por qué atajo, por cuál recoveco, por qué traza seguiría. Seguro que cada cual ya tendría su propio camino, bastaría que yo lo fuera aprendiendo con el tiempo.

Al cabo de seis meses ya podía sentirme como un habitante más de Colonia Húngara.

Una noche en el galpón del baile me acerqué a la posadera, la miré a los ojos, ella me sonrió, era la primera sonrisa que creí haber recibido en mi vida, no me acuerda de otra.

Otra vez su perfume turbador. Presentí que colocaría sus manos en mis hombros, enlacé las mías detrás de su cintura, y entramos en el baile.





 

Comentarios