—Deberías preocuparte por lo que sale de tu boca, no cómo sale. Ya deberías haber aprendido de mí. Inconfundible y clara es mi voz, entendible hasta para los más perezosos. No me enredo en consideraciones banales ni agrego un timbre particular, sea invierno o verano, sea fiesta o entierro. Mi ánimo es imperturbable. Se me acusa de poco tino, bah, desatinado, porque carezco de inflexiones, de falta de ubicuidad. Soy, a la hora señalada, caiga quien caiga y cueste lo que cueste. Además, aunque lo quisiera, no puedo modificarme. Mi ritmo es marcado, inapelable y eterno. Te imaginarás que no puedo andar adelantando señales a diestra y siniestra, avisando como un pregonero: eh, vos, el de la gorra a cuadros, preparate que te llegó la hora. Y menos aún retrasar un encuentro o adelantar la partida.
—No sé para qué me humillo con vos, soberbio impenitente, cantor obediente de la mano que te da vida. Mi oficio es la palabra y tengo la libertad de usarla a mi antojo, hasta para la mentira, para mentirte a vos si fuera necesario pues siempre me queda la excusa del equívoco, del descuido o me puedo rectificar. En cambio vos estás condenado a marchar a un ritmo único. Y cuando se te acaba el aliento das lástima, te quedás mudo, inútil, sin un rasgo de vida.
—Mirá quién habla, charlatán de cuarta. Apenas sos un eco y cuando querés darte la corte y hablar por vos, lo que te sale es un chillido estridente que rompe los tímpanos y rápidamente te zamarrean, te golpean, te sacan el pulmotor y lo único que recibís son epítetos.
—Si de recibir se trata, contame los almohadonazos, los manotazos, los golpes de diarios que habrás recibido.
—Bien que no me duelen, es mi tarea y soporto los coscorrones. Es más, me divierto. Pero lo tuyo es vergonzoso.
Lo habitual, a las seis y media de la mañana. Un contrapunto entre minúsculos.—
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