Es sábado, atardece.
Jaime, puestero de la estancia El Cimarrón, llega desde el pueblo al boliche de doña Paula, con el paso cansino de su bayo. Todos los meses hace el recorrido desde su rancho en la estancia hasta las oficinas del administrador por la paga mensual.
Gastará parte del dinero en beber con quien se encuentre en el boliche, a la vera del arroyo, a esa hora de la tarde. Ahí está el rusito Saque, el hijo mayor de otro puestero ubicado en los confines de la gran estancia. Jaime ya pasó los cuarenta años. Curtido y taciturno, simpatiza con el muchacho, más vivaz, quien ha puesto los ojos en su hija mayor. Beben hasta que anochece. Ha llegado más gente al boliche y eso incomoda a Jaime. Él ha invitado al muchacho, paga las vueltas que han sido muchas y tambaleando sale en busca de su caballo, atado a un palenque junto a la yegua del rusito. El muchacho lo sigue. El rusito lo invita a ir hasta lo de las González, un rancho al que se llega por un camino de huellas que bordea casi todo el trayecto del arroyo salvo en el gran recodo. De día, los baqueanos bajan hasta el arroyo por una huella y acortan el camino. El prostíbulo está a unos quinientos metros del boliche. Las González, matronas en decadencia, se las ingenian siempre para contar con algunas chicas a su servicio.
Jaime se excusa, hombre de religiosidad elemental, aduce que no puede faltarle el respeto a la Ñata, que él es soltero, vaya y pase. El Rusito, con un pie en el estribo, mientras volea la pierna le dice como al descuido que vaya a saber si la Ñata lo respeta a él. Espolea a su yegua, se coloca el sombrero y rumbea hacia las González. Jaime, aturdido, logra montar. El caballo busca el camino hacia su rancho. Lo deja hacer un trecho, tira las riendas y tuerce el rumbo hacia el sendero del prostíbulo. La tenue luz de la luna le permite divisar al ruso sobre su yegua. Al llegar al recodo, conocedor de la huella que lo zanja, la toma, apura el paso del animal con riesgo de desbarrancarse, y se aparece en el camino del otro lado del recodo. Ata el caballo al tronco de un espinillo junto al arroyo y espera la llegada del rusito. Sin mediar palabras, de un manotón lo voltea de su cabalgadura y ya en la tierra le acierta varias cuchilladas. Limpia la sangre del cuchillo en el arroyo, desata al animal y retorna al boliche de doña Paula. Deja en el palenque a su monta, entra al boliche, pide una ginebra y la toma acodado en el mostrador. En el gentío pasa desapercibida su entrada y salida fugaz. Ya completamente borracho, abandona el caballo, enfila hacia el puente del arroyo, bordea el curso del agua hacia su naciente y se interna en la espesura del matorral.
Camina por horas ayudado por la luna hasta llegar a una alambrada que corta el arroyo. Intenta atravesarla y se engancha en la púa del alambre. Siente el tajo, desenvaina el cuchillo, tambalea unos pasos y cae adormecido debajo de un espinillo. El cuchillo queda a varios pasos de él.
Sueña con la picadura de una yarará. Se ve intentando vadear el río por unos montículos de piedras que conoce. Pero las piedras no están y tropieza, se moja, se inutilizan los fósforos en su bolsillo. Siente el pinchazo, que le corre la sangre y ve luces en el cielo, trazas de luces de linterna, estarán viscacheando. Ve venir hacia sus ojos los fogonazos lumínicos, se siente perdido y se ve rodar por la ladera del arroyo hasta quedar enhorquetado entre dos espinillos.
El sol de las diez de la mañana le pega de lleno y amaga incorporarse. Le duele todo el cuerpo. Jaime busca su nalga. Ve el tajo en el pantalón y la lastimadura. Un rayo reverbera en la hoja del cuchillo y le avisa de su existencia. Olvidado de achaques se incorpora de un salto y hurga en su reciente memoria. Lo último que recuerda es cuando se separa del Ruso.
La noche oscura deja un galope alejándose y ahí se le acaba la memoria al Negro Jaime.
El agua del arroyo en su cara no trae más claridad a su cabeza. Sueños entre sueños y él ahí, con un tajo y un cuchillo. Lía un cigarro y, confundido, toma la caja de Ranchera que descansa seca en el fondo del bolsillo. Levanta la vista y se asombra por los montículos de piedras para vadear el arroyo. Atribuye todo a la confusión, a los efectos de la borrachera.
Se recrimina por su conducta: No seré yo quien ponga más un pie en el boliche de Ña Paula ni acepte el convite del rusito. Está bien que el mozo quiera ganarse mi confianza. Le anda arrastrando el ala a la Micaela, aunque la Ñata siempre me dice que es mala yerba y no le escuchao porque lo tiene entre ojos de aquella vez que le levantó la pollera a la Micaela. Y Bueh, si la moza pinta linda como la madre y no estaría mal que el rusito me la pida y se la lleve, total la Paulita ya ayuda de lo más bien. Ya mismo me iré al pueblo y le compraré a la Ñata algún vestido. La pobre no da más con el chinitaje que nos han salido”.
Unos hombres de retorno de las González se encuentran con el cuerpo acuchillado y dan cuenta de ello en el boliche. El llamado a la policía se demora. El boliche está a una legua del pueblo. Ernesto, el criado de doña Paula, vuela hacia allá. Llegan los uniformados a caballo y luego la Ford A acondicionada como vehículo policial. Cargan al muerto y el resto sale en búsqueda del matador. La sospecha cae sobre Jaime. Está su caballo y lo han visto beber con el muerto. La noche es clara pero hacia la naciente del arroyo la vegetación se torna más espesa. A su rancho no ha vuelto. Inútil es el rastrillaje. Saben que no podrá huir muy lejos. Mañana, con refuerzos, será presa fácil de atrapar.
El Negro Jaime retorna al boliche. No acierta a comprender cuánto ha caminado anoche. Más de una hora a tranco largo entre el pastizal le lleva alcanzar el puente. Ve un inusual movimiento en la puerta del boliche. Distingue a su caballo atado al palenque y a su compadre Alonso, cabo de policía, tomando mate con el comisario. Algo le huele mal. Se asusta ante la aparición de Ernesto: “Negro, andate, la polecía te busca”, le dice y el criado corre hacia el boliche jugando con el perro.
La mano de Jaime desenvaina el cuchillo y una voz se enciende en su cabeza. Quién sabe si ella te respeta a vos, escucha.
El sol del mediodía es sofocante. Jaime despide con una mirada a su caballo y retoma la huella de los vacunos junto al río. Llegará hasta las canteras, o más allá, quién sabe. Lleva el cuchillo librador de afrentas y los pies conocedores de los intersticios de las serranías. Tal vez el rusito Saque no era buen partido para la Micaela.
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