Dilema en vísperas/ Desahogo en la madrugada/Desde el estacionamiento

DILEMAS

El cielo se había puesto turbio. La amenaza de lluvia apuraba abrazos en la gente, cargada de bolsas con las últimas compras navideñas en el supermercado.

El violinista insistía con su letanía: un chirrido de cuerdas en el griterío. Si era su propósito inspirar lástima, lo conseguía con sus andrajos y esos anteojos antiguos, de ciego. Mayor lástima despertaban sus acordes: sonidos desencajados delataban un incipiente aprendizaje de Adiós Nonino, nada menos. Una boina deshilachada, con algunas monedas, descansaba a sus pies. Vio a la mujer y arremetió con el instrumento. La imponente señora se detuvo un instante, entre curiosa y divertida. El artista acertó con los mejores tonos para retener un minuto más a tan destacado auditorio. Algunos curiosos la imitaron, formándose una platea nutrida, aunque avara. Cuando la mujer consideró suficiente el tiempo dedicado al músico y con un gesto indicativo de no tener una moneda a mano, siguió camino al supermercado. El bolso, de finos correajes, seguía el leve pendular de los pasos y el fluir del pelo negro de la señora, chocando de tanto en tanto con las pulseras. Hacía calor. Su blusa turquesa, audazmente desprendida en los botones superiores, dejaba entrever sus pechos firmes.

El encargado de vigilancia de la puerta central no pudo mantener su postura impertérrita y la siguió con un indisimulado girar de su cabeza aunque en rápida reacción volvió a su pose vigilante. Apenas un movimiento de manos para acomodar la gorra y alinear el uniforme. A su costado, quedó balanceándose la cachiporra, único instrumento de persuasión provisto. Su tarea era impedir el ingreso de mendigos o sospechosos y en caso de algún incidente, accionar la alarma para que el personal de disuasión actuara. Hacía apenas una semana que fue tomado a prueba por SECUP Seguridad Privada, tras ser exonerado de la policía por denuncias de malos tratos a su mujer y haber sido sorprendido en una reunión de pase inglés en el bodegón del Viejo Quevedo. Sin embargo, su foja de servicios era excelente, nunca comprometido en delitos de corrupción o gatillo fácil. La vieja amistad con el titular de la agencia, un comisario retirado de oscuros antecedentes, le valió para ingresar y, por ser novato, tuvo que cargar con la custodia del supermercado en vísperas de Nochebuena.

Faltaría media hora para el cierre. Un descomunal desorden se vivía en la entrada del Disco, de apurones y empujones, aunque no hubo más incidentes que un insulto o el llanto de una niña extraviada. La mujer de blusa turquesa salió con bolsas en sus manos y el aire de llevarse el mundo por delante. Desprevenida, hasta feliz, echó una mirada aprobatoria al violinista y se dirigió hacia el estacionamiento. El exonerado policía la siguió con los ojos puestos en su trasero y, por disimular su fascinación, giró la cabeza y vio la figura humana que se ocultaba entre dos vehículos. Aguzó la mirada y lo reconoció. Perdiendo la compostura, emitió un chiflido en dos tiempos que atrajo las miradas y no pudo insistir. Estuvo a punto de abandonar el puesto y desbaratar la inminente acción, pero esa no era su tarea y hubiera quedado expuesto a una segura expulsión. Pensó en sus hijos, en la cuota alimentaria fijada por el juez, en la voracidad de su suegra que los estaba criando tras la huida de su mujer con un camionero. Quedó inmovilizado, incapaz de actuar. Siguió mirando el trasero de la morocha que cruzaba ya la calle para entrar en el estacionamiento, cuando el bulto emergió y de un certero manotón le arrancó el bolso y corrió entre los autos. Los gritos de la victima llamaron la atención. Cientos de ojos se estrellaron en el vigilante, seguido de una andanada de insultos por su actitud inmóvil y desentendida.

Ahí fue que el violinista, arrojando el instrumento, salió a toda carrera en dirección al ladrón mientras que al vigilante no le quedó más remedio que apretar la alarma.

La tarde había partido y del otro lado del estacionamiento se alcanzó a ver las balizas de un patrullero. A los pocos minutos, volvió el músico, sosteniendo con dos dedos el bolso de la señora, entregándoselo con el aplauso sostenido de los curiosos. Un cruce de miradas entre el violinista y el hombre de seguridad pasó desapercibido, mientras la mujer agradecía con un beso en la mejilla del héroe. El artista sacó desde sus andrajos la credencial de oficial de policía, poniendo orden en la confusión. Aún así, la mujer le extendió su tarjeta y agregó de puño y letra una frase que le hizo sonrojar.

Serían las tres de la mañana cuando en la única mesa ocupada en el bodegón del viejo Quevedo, el custodio del Súper, tras varias botellas de mala sidra y garrapiñadas, renegaba de su cobardía al no haber podido evitar el nuevo traspié de su hermano.


DESAHOGO

A veces me dan ganas de tirar todo a la mierda. Si no fuera por los chicos, te juro que me voy al carajo. Me he quedado solo, hermano, la patrona se me fue con otro y los chicos quedaron con mi suegra, vieja puta que ni me los deja ver, solo me pide guita, como si a la guita la cagaran los perros; soy un paria, un boludo grandote que encima tiene que soportar las cabronadas de los jefes y pasar la nochebuena tomando esta sidra hedionda con garrapiñadas y aguantarme la cara de culo del viejo que ya nos está echando. Esta bien, ya sé que son las tres de la mañana, ya nos vamos, no sé si a vos te pasa lo mismo pero cuando veo las cañitas voladoras y escucho los petardos me agarra una tristeza bárbara. Estuve el turno completo parado en la puerta del súper, desde las cuatro de la tarde hasta las doce. Y adónde iba a ir a esa hora. Me vine para acá sabiendo que alguno como yo estaría solo como un hongo esperando la navidad. Sabía que el viejo no cierra ni aunque se le muera la madre, pero bien que hoy nos podría haber pagado la vuelta, si todo el año le dejamos los buenos mangos con los huesitos y los gallos. Pero qué me voy a calentar, si hay otros que están peor que yo. Vos sabés que esta tarde estuvo movidita la custodia. Bah, entretenida. Lástima lo del Juanchila. Más pelotudo no puede ser, hace un mes que salió de la cana y ahora vaya uno a saber cuánto más va a estar. Serían las siete, siete y media, era un infierno de gente, con los carritos llenos, todos apurados, abrazándose y saludándose, oscureció de golpe, parecía que se venía la lluvia y al final no pasó nada. Tan embolado estaba, ya sabés, tengo que estar derechito, serio, ni un pucho me puedo fumar, que me puse a ver cómo la gente le dejaba moneditas a un violinista que dale que te dale tocaba la misma música toda la tarde, bueno, yo de música no entiendo un comino, así que para mí era siempre la misma. Y no viene que lo veo venir al Juanchila entre los autos de la playa de estacionamiento. Le pegué un chistido, pero se ve que con el uniforme y con la gorra no me reconoció. Venía siguiendo a una vieja garca. También, son más boludas estas turras, andan haciendo ostentación de pilchas, collares, pulseras, se van llevando el mundo por delante. Iba sola la mujer, con un carterón, hermano, que te juro que yo también me tenté en pegarle un tirón, bueno, es un decir, vos sabés que yo no soy capaz de hacer eso, otras peores sí, pero eso de raterear no va conmigo. Linda la mina, una veterana que le llevaba los ojos a cualquiera, un par de pechos como la Moria, un peinado que seguramente algún puto le hizo y qué piernas, hermano, un monumento la tipa. Justo cuando está por entrar al estacionamiento se le abalanza el Juanchila y le arranca la cartera de un tirón. La mina ni tiempo tuvo de reaccionar, pegó un grito, señalando al Juanchila que iba patitas pa´que te quiero para el lado del río. Nadie se movió, pero todos me miraron a mí y yo no supe qué puta hacer. Decí vos que justo el violinista pegó un salto, tiró el violín y salió detrás del choro, mientras yo activaba la alarma y la gente, gente de mierda, ahora sí aplaudía, como si una banda de chocos estuviera persiguiendo a una liebre. Alcancé a ver las balizas de un patrullero que frenaba a la salida del estacionamiento y a los cinco minutos, apareció el músico sosteniendo con el pulgar y el índice de la mano derecha el carterón, como si trajera un trofeo de guerra. La mujer se desvivió dando las gracias, hasta un beso le chantó. Fue ahí cuando el impostor sacó su credencial de policía. La tipa abrió la cartera, al pedo porque el Juanchila ni tiempo tuvo de meterle un manotazo, revisó, mientras que con la cabeza decía que todo estaba bien, le dio una tarjeta al botón y se fue.

El cana recibió las felicitaciones de uno de los capos del Disco y como quien dice, metió violín en bolsa.

Cómo puta podía avisarle al Juanchila que además del violinista estaban dos milicos más, disfrazados de cuidadores de playa y una cana andaba con la pala y la escoba levantando basuritas, mirá si no los voy a conocer, todos con su guakitoki entre las ropas.

Es al pedo, hermano, para lo único que servimos es para ser alcahuetes. Y cagones. Todo por cuidar este trabajo bostero.

Y ahora, cómo le digo a la vieja que no me animé a salvar a mi hermano.


DESDE EL ESTACIONAMIENTO

La verdad es que estas fiestas de fin de año son increíbles. Con decirte que me cambian el humor y hasta fui capaz de acompañar a mi mujer al supermercado. Viste cómo es ella, deja todo para último momento. Eran las siete, siete y media. Le dije que me quedaría en el estacionamiento, por los pungas, viste. Andá a quejarte a la Empresa cuando te desvalijan, terminé. Me puteó por lo bajo, así que me quedé sentadito en la camioneta, prendí la radio, prendí un pucho y me puse a contemplar el fantástico escenario de las compras de Navidad. En medio de semejante movimiento, un hippie le daba al violín. Parecía bueno, pero desde el estacionamiento, no lo apreciaba. Me llamó la atención el botón de la puerta de acceso. Un tipo rígido, parecía tener miedo. Se notaba que no era muy ducho en la tarea. Vos te das cuenta cómo la cancherean cuando son expertos. Estaba divertida la cosa. En eso estacionó al lado mío un bólido con vidrios polarizados. Y se bajó una mujer de esas que no pueden pasar desapercibidas. Con una cartera Louis Vuitton, una blusa escotadísima. Se paró al frente del violinista. Qué distinta son estas tipas, unas diosas. Fijate el detalle: en medio del ajetreo, se digna a prestarle oídos a un artista callejero. Pero no le dio ni una moneda. Otra mujer joven, supongo que es empleada del Shopping por el uniforme, me daba vueltas alrededor del auto barriendo nada. Se ve que deben cumplir un horario y hacen como si laburaran. Me echó un par de miradas y, ya sabés, no pude menos que guiñarle un ojo. En la radio estaban pasando unos villancicos que me hartaron. Así que la apagué, entrecerré los ojos y me sobresaltó un ruido en la luneta. Vi como una sombra y por las dudas abrí la guantera. Ya me estaba impacientando. Oscurecía pero la entrada de súper estaba bien iluminada. La vi venir. No. A mi mujer, no. A la tipa de la blusa violeta. El botón de la entrada pegó un par de silbidos que me desconcertaron; tan modosito parecía. Me le quedé mirando. Estaba impaciente, como si se estuviera meando. Parecía que me miraba a mí. O que le seguía el culo a la violeta. Me dije: se le destapó el indio al botón. Hice otras reflexiones que no te las digo porque nos vamos a pelear, y de pronto, casi me arranca el brazo un tipo que se le abalanzó a la mujer, le arrebató el bolso , saltó sobre varios coches y se armó la rosca. Por las dudas, saqué el arma. La mujer gritó, el violinista vino corriendo hacia la mujer, el botón hizo sonar la alarma, la mujer del balde tiró todo y por el espejo retrovisor vi unas luces azules que aparecieron como por arte de magia. La cana le cortó el paso al ladrón. Vos vieras la escena cuando el violinista le devolvió el bolso a la dama. Intercambio de tarjetas y esas cosas. Bueno, la verdad que el policía encubierto estuvo genial, más destacado que sus dotes de músico. No perdí la posibilidad de tirarme un lance con la mina y le ayudé a descargar la mercadería en el baúl. No sé qué le dije cuando subía al auto. Bajó el vidrio y con altura me dijo que me vaya a aprender violín. Casi me pesca mi mujer, decí que es despistada y andaba buscándome por otros andariveles


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